Muchas madres no saben castigar ni premiar a sus hijos en los momentos adecuados. Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Llevaba las cosas hasta los últimos pormenores. Nunca elogiaba a su hijo, pero siempre lo trataba con inmensa bondad.
Plinio Corrêa de Oliveira
Puede darse el caso – y desconfío que hoy sea mucho más frecuente que otrora – de que una madre pierda la paciencia con el hijo sin ser justa, porque está nerviosa, irritada, los negocios no están bien, o simplemente porque ella no controla los nervios, se enoja fuera de hora, después agrada fuera de hora, etc. Ella no es justa en el momento en que pune ni en el momento en que premia.
Boletín con notas de aprovechamiento y comportamiento
Doña Lucilia fue un modelo en el sentido contrario. En todas las ocasiones de punir, ella punía de verdad; en todos los momentos de premiar, premiaba de verdad. Ella llevaba las cosas hasta los últimos pormenores.
Por ejemplo, ella prestaba mucha atención en las notas que yo sacaba en el colegio. En aquel tiempo el Colegio San Luis, de los padres jesuitas, era el mejor de São Paulo. Todos los meses le entregaban la libreta a cada alumno con las notas de aprovechamiento del estudio y de comportamiento en cada materia.
Yo le mostraba la libreta a mi madre, ella la abría y a veces, para evitar que me olvidase, decía: “Mira, voy a ver antes la nota de comportamiento. Porque de la nota de comportamiento, tú eres el responsable. Si fueres bueno en comportamiento, mereces un premio; si fueres malo, tienes la culpa, porque depende de ti.”
Después ella agregaba, para estimularme: “La nota de aprovechamiento ya no es así, porque no sé si tuve un hijo burro o inteligente. Aún no está demostrado. Y si eres burro, no tienes la culpa. Ahí aparece la nota baja y me doy cuenta de que Plinio es burro. Pero no voy a castigar a un hijo porque es burro, pues no castigaría a un hijo porque es enfermo, por ejemplo. Simplemente constato: mi hijo es burro.”
Mi madre miraba la nota de comportamiento, y en general, siempre fue bien buena: nueve o diez. Ella toleraba nueve en una materia o dos, no más que eso. Porque sacar nueve en algunas materias, quería decir que estaba decayendo en comportamiento, por lo tanto en el carácter, y era necesario ver cuál era la razón de esa decadencia.
Los mejores alumnos eran premiados con medallas de oro o de plata
Al final del año, los padres distribuían un premio destinado a pocos alumnos. Entonces, para cada materia había una medalla de oro y otra de plata, correspondientes al primero y al segundo lugar en cada disciplina.
Y una vez yo recibí cuatro medallas. Lo cual era reputado un bello total en el Colegio San Luis. Y ellos prendían las medallas en el pecho del alumno. Mi madre iba siempre a las fiestas de distribución de premios, a fin de prestigiarlas y para que yo comprendiese que, de hecho, era necesario estudiar duro.
Pero ese año ella no fue. Cuando llegué a casa, mi madre estaba esperándome. Toqué el timbre, ella fue corriendo a la puerta, y viéndome con cuatro medallas me abrazó y besó mucho. Pero eran cuatro medallas de plata, no de oro; no sé si ella percibió eso. Yo no dije nada y vi que estaba muy contenta.
Ella tampoco pudo ir a la fiesta al año siguiente, pues sufría mucho del hígado.
Cuando llegué a casa, toqué el timbre, ella enseguida atendió la puerta y preguntó:
– Entonces, filhão1, ¿cómo te fue?
Yo estaba con tres medallas.
Ella miró y dijo:
– ¿Solo tres medallas?!
– Mãezinha2, una es de oro…
Entonces me abrazó y besó mucho.
Cuento eso, para que noten cómo ella veía hasta las cosas más pequeñas.
Doña Lucilia nunca elogiaba a su hijo
Doña Lucilia tuvo este cuidado hasta el fin de su vida: nunca me elogiaba en mi presencia. A veces, una que otra persona me hacía un elogio en mi presencia, pero ella fingía que no oía y continuaba conversando.
Había una señora que frecuentaba nuestra casa y tenía un yerno que era colega mío, abogado como yo. Esa persona iba a nuestra residencia y contaba las proezas de su yerno, como abogado. Pero tomaba mucho tiempo narrando. A mi madre le agradaba esa persona, oía todo con mucha atención y quedaba admirativa. Nunca contaba nada de lo que yo había hecho. Y yo tampoco contaba.
Un día le pregunté:
– Mamá, Ud. ve que ella cuenta esas cosas para dar a entender que él es un abogado mucho más capaz que yo. ¿Por qué Ud. no dice algo sobre lo que yo hago?
Ella me dijo, con un tono de voz muy normal:
– Hijo mío, la pobre queda tan alegre, ¿por qué voy a quitarle la alegría?
Eso entraba, en alguna medida, en su actitud. Pero yo veía muy bien que no era solo por ese motivo. Mi madre tenía miedo de que yo, oyendo un elogio contado por ella, quedase vanidoso. Entonces, en ningún momento ella hacía algún elogio a mi respecto. Pero daba pruebas de confianza sin límites en mí, con respecto a todo. Si yo llegase con un papel en blanco y le pidiese firmar, ella firmaba y no preguntaba después qué era. Ese es el mejor de los elogios.
Cierta vez, un sujeto que era mal hijo me dijo:
– ¡Cómo Doña Lucilia confía en ti! Mis padres no confían tanto en mí.
Yo casi le digo: “¡Cada uno tiene lo que le es justo!” Era la justicia.
El niño Plinio se ve afectado por el crup
Ahora, veamos la bondad de mi madre.
Yo tuve, cuando tenía unos diez años de edad, una enfermedad gravísima y contagiosísima, llamada angina diftérica, también denominada crup. No es paperas, que es una enfermedad común. Varios de los que están en este auditorio deben haber tenido paperas. Pero crup es una enfermedad infecciosa horrible y muchas veces mortal. Porque es una infección que da en la garganta, y la persona queda postrada con una fiebre elevadísima. Afecta sobre todo a niños, pero, a veces también a gente adulta, si no me engaño. La garganta se va hinchando, se cierra e impide la respiración; la persona muere por falta de aire.
Yo me acuerdo que me desperté una mañana con la voz embargada, y le dije al empleado: “¡Llame a Doña Lucilia!”
Ella llegó y yo le dije:
– Mi bien, yo no me levanto ahora porque estoy muy enfermo.
– ¿Qué te pasa, hijo mío?
Le expliqué lo que sentía. Ella cogió una caja de juguetes – de los mejores, que más me interesaban –, la puso en la cama y dijo: “Ve jugando aquí, mientras consulto al médico.”
Me acuerdo muy bien que me senté a jugar, porque era un juguete que no daba para utilizar acostado. Sentí mi cuerpo debilitarse y me hundí en la cama de nuevo.
El médico que mi madre había consultado por teléfono indicó algunos remedios. Pero la enfermedad era contagiosísima. Ella podía perfectamente contratar a una enfermera para tratarme, porque era muy enferma del hígado y si le diese crup, se moría con toda seguridad. No quiso saber de ninguna enfermera, desde el comienzo hasta el fin.
Había, sobre todo, un momento decisivo en el crup, especialmente contagioso, con respecto al cual el médico, homeópata, previno a mi madre. Yo tomaba el remedio periódicamente y mi fiebre iba subiendo. Ella llamaba por teléfono al médico – que era amigo de la familia y recibía las llamadas con mucho agrado – y él le decía: “No se asuste, la fiebre de Plinio va a subir aún más. Pero en cierto momento, si el remedio le hace bien, la membrana infectada que él tiene en la garganta será expelida. En el momento en que él lance esa membrana, tenga un paño cualquiera en el regazo y haga que lo expela en ese paño. Y mande inmediatamente a una de las criadas a llevarlo al jardín, donde ya debe tener un hueco listo, y enterrarlo bien hondo, porque esa membrana es ultracontagiosa. Y si Ud. la pone en cualquier otro lugar de la casa, se le pega a alguien.”
Ella podía contratar a una enfermera, por lo menos para ese momento, pero no lo hizo.
Me acuerdo que estaba sentada junto a mí. En cierto momento, hice una señal de que iba a suceder algo. Pero yo estaba pensando, con mi mentalidad de niño, que me iba a morir. Mi madre me ayudó y expelí la tal membrana en la toalla colocada sobre su regazo. Ella inmediatamente la dobló, para evitar un poco la expansión de los microbios. Después me agradó un poco, llamó a una empleada de la casa y le dijo: “Magdalena, coja esto con la punta de los dedos y entiérrelo en un hueco que fue hecho allá, en el fondo del quintal.”
Magdalena fue corriendo e hizo como Doña Lucilia le había mandado. Gracias a Dios, ni mi madre ni Magdalena se contagiaron. Unos días después, yo ya estaba restablecido.
Cuando expelí la membrana y mi madre vio que, por lo tanto, el peligro había pasado, ella llamó por teléfono al médico para contarle lo sucedido, diciendo:
– ¡Doctor Fulano!
Él respondió:
– No necesita contarme el resto. Su voz alegre ya me lo dice todo…
Deseo de tener siempre la presencia de su hijo
Cuando mis padres estaban vivos, todos los días yo almorzaba con ellos y, terminado el almuerzo, salía corriendo para el trabajo. Ellos estaban tan habituados a eso, que ni siquiera prestaban atención si yo había salido o no, pues daban por cierto que, habiendo acabado de almorzar, ya estaba fuera de la casa.
Pero un día, tal vez por haber olvidado algo en casa, volví y encontré esta escena: los dos en una sala de estar; mi padre sentado y mi madre, de pie, le decía:
– ¿De verdad crees que ese menú está bien? ¿A Plinio le gustará comer esos platos? ¿O será mejor hacer otra cosa?
Mi padre, que estaba con sueño y con ganas de hacer la siesta, respondió:
– ¡Oh, señora! Haz con él lo que yo haría. Si yo tuviese que organizar un menú, diría: “Joven, para la cena hay esto. Si quieres, come; ¡si no quisieres, vete a comer afuera!”
Ahora bien, eso era justamente lo que mi madre no quería. Su deseo era que yo cenase con ella. Ella no dijo nada, pero noté que había quedado desconcertada porque quería una ayuda que él no le dio. De hecho, él no podía ayudar, pues esas son cosas que una dueña de casa piensa y un hombre no. Ella se quedó quietecita y después salió de la sala. Me retiré de tal forma que ellos no percibiesen que yo había presenciado la escena. Pero salí pensando: “¡Se ve muy bien que padre es padre, pero madre es madre!”
Por ese pequeño episodio, comprendemos la ventaja inapreciable de tener una Madre en el Cielo, como Nuestra Señora, que tiene para con los hijos aquellas accesibilidades, bondades, que las madres tienen. ¡Más aún siendo Ella, al mismo tiempo, Madre de Dios! Por esa causa, debemos rezar con confianza, porque Ella atiende siempre nuestros pedidos.
1) En portugués, aumentativo afectuoso de hijo.
2) En portugués, diminutivo afectuoso de mamá.
(Revista Dr. Plinio, No. 261, diciembre de 2019, pp. 6-9, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 15/12/1991 – Título del artículo en la Revista: Justicia y bondad).
Last Updated on Wednesday, 20 October 2021 17:41