Y la plebe vivía en palacios...

Contemplando la Gran Plaza de Bruselas, el Dr. Plinio nos enseña la extraordinaria lección de armonía que en ella se aprende.

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Cierto tipo de mentalidad se complace en presentar la Edad Media como si hubiese sido el paraíso de la nobleza y el infierno de la plebe. Esa no es sino una más de las ideas erróneas que acostumbran a propagar los detractores de la Civilización Cristiana.

Como ya tuvimos ocasión de considerar, en realidad los plebeyos eran depositarios de una situación cómoda y holgada en la sociedad medieval, aunque no disfrutasen de los honores reservados a los nobles. Por el hecho de constituir la clase militar que se inmolaba por el bien común, a los nobles les cabían derechos y privilegios superiores a los de los plebeyos. Estos últimos no estaban obligados a derramar su sangre en defensa de la comunidad, y en vez de luchar y morir en las guerras, contribuían para el beneficio público mediante su trabajo cotidiano, honesto y fecundo.

Esa contribución plebeya llegó a tal punto que, en la Bélgica medieval, un conjunto de corporaciones (hoy se diría “sindicatos”) levantó, en la Gran Plaza de Bruselas, magníficos edificios que no tienen nada que envidiar a los castillos y residencias nobles. Son construcciones en las cuales la dignidad del trabajo manual o comercial es, a justo título, glorificada.

Geminadas de un modo pintoresco, manifestando el candor risueño y amigable de las cosas engendradas por el espíritu católico, se destacan las célebres casas de las corporaciones, cada una de las cuales corresponde a una asociación diferente. Entre otras, las de los arqueros, de los tapiceros, de los carpinteros, y también las de los impresores, panaderos, pintores, sastres, carniceros, cerveceros…

Si no corriese el riesgo de cometer una imperfección próxima de la mentira, me gustaría tomar del brazo a uno de esos antipáticos detractores de la Edad Media, llevarlo delante de esas casas y decirle: “¡Esta es una plaza de la nobleza en Bruselas! Cada uno de esos edificios es la residencia de una gran familia noble, que vive en medio del lujo más fastuoso, y cuenta con tierras sin fin y algunas industrias manufactureras que les propician mucho dinero. Los nobles viven ahí tranquilamente, sin trabajar, porque tienen quien lo haga por ellos…”

Mi ilustre y desavisado acompañante exultaría: “¿Si ve? ¡Es justamente eso!”. Y yo entonces diría: “No señor… Lamento decepcionarlo. Ahí está la casa del panadero, allí la del carpintero, y más adelante la del cervecero… Ud. ignora la Historia, no tiene sentido crítico y se forma una idea falsa de las cosas. Ahora puede reclamar a su gusto. No cambiará el hecho de que estos lindos, magníficos y simples predios sean destinados al uso de plebeyos…”

Para completar la extraordinaria lección de armonía que se aprende en esa Plaza, allá también está – en entera consonancia con las construcciones, por así decir, populares – el predio del Palacio Municipal, tan grandioso como el palacio de un soberano. Es un monumento gótico, erguido igualmente por plebeyos para administrar sus propios intereses y los de la capital del país. Imponente y majestuoso, elegante y delicado, con sus arcadas ojivales que dominan su fachada, sus innumerables estatuas abrigadas en nichos o dispuestas en hileras, y la esbelta torre central que va adelgazándose y perfeccionándose en belleza a medida que se lanza hacia lo alto, hacia las nubes esparcidas en la amplitud del cielo.

Haciendo pendant con el Palacio Municipal, hay otra suntuosa construcción, la llamada “Casa del Rey”, tal vez el punto monárquico del lugar. Se sabe que fue edificada en el siglo XVI, sobre los restos del palacio en que se hospedaron grandes personajes civiles y eclesiásticos, como el Papa Inocencio III y San Bernardo de Claraval. Actualmente está transformada en museo.

Construida con la riqueza y la pujanza de un gótico pre-flamboyant, ella se yergue en una ordenación irreprensible, dándonos la posibilidad de apreciar toda la belleza de la cual se reviste.

El primero de sus tres pisos se abre hacia el exterior, en una serie de pórticos terminados en ojivas superpuestas. Las inferiores son más anchas, mientras las superiores, afiladas, se incrustan en las barandas con encajes sobre las cuales se apoyan las arcadas del segundo piso. Así, aquello que parecería algo insulso por estar tan abierto, al disminuir su grosor adquiere charme, suavidad y gracia.

En el piso siguiente, tenemos otra serie de columnatas y de arcos que, más delgados, son un descanso para la vista del observador, en relación con los aspectos del primer y del tercer piso. Este último acompaña las líneas de los anteriores, pero sin las columnatas, apenas con sus ventanas ojivales y la extensa baranda, primorosamente cincelada.

Tres pisos, tres órdenes al mismo tiempo muy semejantes y muy distintos, extremamente armoniosos, y que terminan en lindas mansardas ornamentales, hechas para ilustrar la cima del palacio. Por su parte, las fachadas laterales están rematadas por dos torreones altos, de puntas delgadas y entramadas.

Y por fin, de alto a bajo, como un florón de honra en función del cual todo está construido, una torre alta, toda adornada y ornamentada, que constituye el centro del edificio y le confiere a este unum y nobleza.

De hecho, la gloria de la “Casa del Rey” se encuentra, sobre todo, en esa torre central. Ella es digna, altiva, afable. Ella nos deja encantados cuando la contemplamos desde afuera; honrados si nos permite transponer sus umbrales; y tranquilos, si nos concede el favor de acogernos en uno de sus aposentos, donde nos ha de proporcionar un reposo agradable y reconfortante…


(Revista Dr. Plinio, No. 68, noviembre de 2003, p. 31-35, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).

Last Updated on Friday, 18 May 2018 16:11