Uno de los escritores cuya obra le encantó al Dr. Plinio en sus primeros tiempos de congregado mariano fue Huysmans. El proceso de conversión de ese gran literato, sublime y espectacular al mismo tiempo, le sirvió largamente al joven líder católico como instrumento de apostolado. Acompañemos el segundo artículo en el cual él comenta el recorrido del neo-convertido rumbo a la Iglesia.
Plinio Corrêa de Oliveira
En uno de nuestros últimos artículos, consagrados a la estupenda obra de J. K. Huysmans, comentábamos su libro “Là-Bas”, el primero de la serie que escribió sobre su dolorosa e interesante evolución espiritual, que acabó por conducirlo al verdadero puesto de la salvación, es decir, a la Iglesia.
“Là-Bas”, como los lectores deben recordar, cuenta cómo Huysmans, sumergiéndose en el satanismo, en las abominaciones de la magia negra, de las misas sacrílegas, de profanaciones atroces, vio despertar en su alma las primeras inquietudes religiosas. Estas, que encontraron terreno propicio en un espíritu de élite, trabajado profundamente por el horror que le causaba la época en que vivía (siglo XIX), y por la soledad que lo cercaba en el dominio sentimental, fueron creciendo gradualmente de intensidad, hasta determinarlo a ocuparse decididamente del problema religioso.
A esa altura termina “Là-Bas” y comienza “En Route”.
Aproximado por los acontecimientos de un sacerdote francés inteligente y virtuoso, Huysmans comienza a frecuentar las ceremonias religiosas católicas, que despertaron en él impresiones indelebles, las cuales nos legó en páginas magistrales. Sus descripciones de la tristeza tenebrosa del “De Profundis”, de las imprecaciones ardientes del “Miserere”, de la alegría exultante del “Magníficat”, son páginas literarias que glorifican el idioma en que fueron escritas.
A propósito, la obra de Huysmans constituye una aplicación interesantísima del naturalismo a asuntos religiosos, aspecto este que la llena de originalidad.
Bajo el punto de vista estrictamente religioso, interesa principalmente el género nuevo de apologética que Huysmans intentó instituir. No lo preocupan los argumentos filosóficos, las contiendas científicas, en que los silogismos se enfrentan pro y contra la fe. Ya decía el poeta francés que, “à force de raisonner, on perd la raison” (“a fuerza de raciocinar, se pierde la razón”).
Hace una descripción material y objetiva de la Iglesia, a través de la cual procura hacer resaltar, con una habilidad inimitable, los destellos de sobrenaturalidad que se desprenden de la magnífica liturgia, enriquecida por un simplismo conmovedor, del canto llano estupendo en sus imprecaciones vehementes, en el tumultuar de sus contriciones, en la explosión de sus brotes de confianza en la Providencia Divina, en el llanto armonioso de sus oficios de difuntos.
Lo impresionan sobremanera las órdenes religiosas, en las cuales ve con razón la cristalización del espíritu evangélico. Lo fascinan las penitencias de los carmelitas, las austeridades implacables de los benedictinos y de los sacramentinos, los rigores de las reglas monásticas en general. Entre todas, no obstante, una orden le llama la atención, por la estupenda belleza de sus principios constitutivos: la de los trapenses. Se resuelve, entonces, impulsado por los consejos de su amigo sacerdote, a hacer un retiro de algunos días en una Trapa lejana.
Se entra entonces en la parte más interesante del libro.
Cumple decir que, a la manera de los antiguos cristianos, que prohibían a los paganos la asistencia a los misterios sagrados, sentimos el deseo de vedar la lectura de lo que sigue a espíritus incrédulos, que tendrán probablemente para la incomparable belleza moral de la vida trapense una risa estulta, o el escaso juego de palabras con el que un hotentote comenta la complicación – inútil para él – de un mecanismo moderno, cuyo funcionamiento está por encima de su comprensión.
Según el dogma de la comunión de los santos, cuya aceptación es impuesta por la Iglesia a todos los fieles, los sufrimientos de un alma pueden ser aplicados en expiación de los pecados de otra. Satisfecha así la justicia divina, la misericordia puede incitar al pecador a la conversión. La importancia de las órdenes religiosas que, en la contemplación de Dios, y en la penitencia incesante, encierran (deberíamos decir, sepultan) criaturas durante toda una vida en conventos humildísimos, para así expiar las ignominias del mundo pecador, participa, por lo tanto, de toda la elevación moral del Santo Sacrificio del Calvario.
Ciertamente los sibaritas, tan frecuentes en el siglo XX, inquietos en sus gozos por la visión de tanta abnegación y de tanto sufrimiento, pretenderán calificar de salvajería inhumana tal procedimiento. Ciertamente algunas personas, para las cuales el oro es el único ideal de la vida y que consideran al hombre exclusivamente según lo que produce, el trapense es inútil, pues su actividad “no rinde”. Sus apreciaciones profanan tales asuntos. ¡Mejor sería que se callasen sobre asuntos ajenos a su comprensión!
Tales fueron las consideraciones que ocuparon a Huysmans en su viaje de París a la Trapa. Su impresión, cuando se habituó a la vida del convento, fue la de un verdadero deslumbramiento.
Monjes plácidos y austeros, invariablemente vestidos de blanco, se dedicaban, dentro de una reclusión perpetua, a trabajos manuales y especialmente a la oración y a la penitencia, que les consumían la vida. Sólo una voz hablaba: la de la contrición y la de la reparación, expresadas a través de todas las actitudes y de todas las acciones. Como cama, una plancha de madera. La alimentación, de un rigor extremo, era exactamente lo necesario para impedir que los monjes se enfermasen gravemente, víctimas del hambre. Por toda parte, el silencio.
Las Trapas constituyen la más magistral respuesta a los que afirman que la Iglesia perdió la savia que alimentaba a los mártires de los primeros siglos del cristianismo. Si es cierto que es necesario un heroísmo sobrehumano para que alguien pueda sujetarse a los tormentos del Coliseo, también es cierto que la agonía de una vida entera, transcurrida lentamente entre los cilicios y las mortificaciones, constituye un tormento que excede a todos por el rigor y por la prueba que imponen a la perseverancia.
Cierta noche, Huysmans, inquieto, no conseguía dormir. Se levantó entonces y se dirigió a la capilla, que suponía estar desierta. Cuando entró, divisó vagamente, a través de la penumbra que se filtraba por la claraboya de una cúpula, los bultos blancos de los trapenses, que hurtaban a sus pocas horas de sueño el tiempo necesario para alimentar su espíritu de oración.
Algunos, curvados por la humildad, se postraban en el suelo. Otros, como llamas de velas que se dirigen a lo alto, erguían el busto en una actitud de imprecación ardiente, de súplica vehemente, que sólo la pluma de Huysmans consigue describir. Otros, en fin, abatidos por la enormidad de los pecados del mundo, que debían expiar, susurraban un “Miserere” en una actitud de profunda contrición.
Lentamente, la mañana penetra a través de la claraboya. Las formas blancas precisan su contorno, aún bañadas en la claridad suave de la aurora. Raya al fin el sol. Todos los trapenses se dirigen a los bancos. Toca la campana e irrumpe radiosa la “Salve Regina”.
La observación de tales escenas actuó profundamente en el ánimo de Huysmans, que, al fin, resuelto a confesar sus pecados, se postra a los pies de un trapense, a quien, en profunda contrición, confía todos sus delitos contra Dios y contra los hombres. Al día siguiente, comulga.
Hecha así su integración en el catolicismo, se retira de la Trapa con recuerdos imperecederos. Y el “En Route” cede lugar al “Oblat”.
(Revista Dr. Plinio, No. 40, julio de 2001, p. 21-24, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Transcrito del “Legionário”, No. 94, del 21.2.1932).
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