Venecia, el lugar donde la Providencia quiso reunir sus maravillas - I

El Dr. Plinio siempre tuvo encanto por el mar. Esa es una de las razones por las cuales apreciaba sobremanera a Venecia, la ciudad construida sobre las aguas. La causa más profunda del surgimiento de tal maravilla es la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, de quien resulta todo cuanto hay de bueno y de bello en la Tierra.

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Antes de comentar algunos aspectos de Venecia, me parece conveniente considerar un poco qué pasa en el interior de nuestra alma al ver esa ciudad. Exteriorizo aquí mis reflexiones al visitarla, pues lo que voy a decir a mi respecto se da más o menos con todo el mundo.

Fascinación por el mar

Tanto cuanto me acuerdo, cuando pequeño yo tenía impulsos que me llevaron a lamentar el hecho de no poder vivir, no propiamente en el mundo de la fantasía, sino en un mundo que no era aquel en el cual yo vivía. Por lo tanto, llevar una vida real en una atmósfera diferente de la cual yo vivía.

Así, por ejemplo, me acuerdo que, estando muchas veces en Santos o, mucho más modestamente, en una estación de aguas hidrotermal que yo frecuentaba por causa de mi madre, donde había un riachuelo un poco nutrido, corría un poco de agua, se formaba un islote y algo por el estilo; miraba el agua y sentía la fascinación que ese elemento produce. El agua salada del mar me fascinaba más allá de cualquier límite. Toda la vida fue el encanto de mi alma considerar el mar.

Me acuerdo de mi tiempo de diputado, cuando el predio donde se reunía la Asamblea Constituyente quedaba en una plaza de Rio de Janeiro, en el fondo de la cual hay un brazo de mar. Mi gusto por el mar era tal que, a veces, yo estaba sentado asistiendo a la sesión y me venía a la mente: “¡Cómo sería interesante si yo pudiese estar mirando el mar, por ejemplo, sobre una especie de pequeña terraza de madera amarrada con estacas, puesta en el agua de tal manera que acompañase el movimiento de la marea!” Eso me distraía a tal punto que tenía que hacer esfuerzo con mi inteligencia para prestar atención en los discursos, tanto era mi gusto por el mar.

Sin embargo, nunca me pasó por la mente imaginar a un hombre que, estando en el mar, comenzase a pensar en la tierra. Alguien que, entonces, encontrándose en un navío, viendo la tierra a lo lejos, pensase: “¡Ah, qué delicia esa tierra! Pisar sobre tierra firme…” El suelo no es firme, sino duro; es diferente de firme. Para ver el suelo atrayente es necesario calzarlo con piedras bonitas, poner un tapete para disfrazarlo, a fin de sentirnos a gusto estando encima de él.

Por el contrario, en el mar, no. ¡Él es delicioso! Bajo cierto punto de vista, entre más una persona pueda estar en el mar, sin pisar nada que recuerde la tierra, mejor. Si está nadando, metida en el agua que ejerce una atracción extraordinaria sobre ella, mejor aún. Es la fascinación producida por un elemento donde el hombre realmente no vive, pero en el cual tiene la impresión de que la vida sería ideal.

Palacios y jardines: nostalgias del Paraíso

En cierta ocasión, estando en Petrópolis, en Rio de Janeiro, vi por primera vez a un hombre volar en ala delta. Percibí que desde el local donde me encontraba no llevaba mucho tiempo hasta el panorama marítimo de la Bahía de Guanabara. Y noté que desde allá arriba ese hombre estaba mirando la bahía, realizando así la convergencia entre dos sueños: el agua y el aire. Me pareció delicioso estar allá arriba, a pesar de unas inseguridades no pequeñas. Pero él se movía con tal desembarazo en el aire, que percibí que estaba enteramente seguro. Entonces, la idea de estar seguro, planeando en el aire, lejos de la tierra y mirando el mar, es una cosa deliciosa.

Por otro lado, hay otra cosa que también atrae al hombre. No es propiamente la tierra, sino los palacios. Hojeando álbumes, viendo palacios lindamente decorados, los más antiguos con bellos vitrales, otros con pinturas lindas o tapicerías bonitas, con un piso precioso, revestido de maderas de colores diferentes que forman diseños, con cuadros, muebles lujosos, y con el techo alto, el hombre tiene seducción por algo que esconde de todos los modos la realidad común de la tierra donde él vive. El palacio es una especie de escondrijo donde, sin sentir la inestabilidad del agua y de la fluctuación en el aire, la persona también huye de algún modo de la tierra concreta y construye un sueño dentro del cual ella entra. Este es el palacio.

Además, para encubrir también de algún modo la tierra, el hombre elabora jardines, a veces ornados con fuentes que hacen saltar el agua en el aire, cayendo después en tanques donde el elemento líquido queda reflejando el cielo, el propio jardín y el palacio.

¿Cómo se explica que al hombre le guste tanto disfrazar la tierra? A mi modo de ver, porque ella es exactamente el elemento que más traduce la punición y el destierro del hombre por causa del pecado original. “Maldita será la tierra por tu causa. Con sufrimiento sacarás de ella el alimento todos los días de tu vida. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta volver a la tierra de la cual fuiste sacado” (Gn 3, 17-19).

La tierra es presentada como un lugar de destierro donde es duro trabajar, es necesario regarla con el sudor del rostro, o sea, es penoso obtener algún resultado. Ella es prosaica, no presenta colores lindos, ni maravillas de ninguna especie. A mi modo de ver, donde más sentimos la nostalgia del Paraíso es precisamente en el contacto con la tierra.

Palafitos para protegerse contra las fieras

Reportémonos ahora a una reminiscencia remota, para comprender los designios de la Providencia y cómo Ella dispone todo de un modo maravilloso.

Como demuestran las investigaciones arqueológicas, en la Prehistoria hubo pueblos que, llevados por el recelo de animales feroces, construyeron los llamados palafitos, conjuntos de estacas que sustentaban habitaciones construidas sobre el agua. Durante la noche, ellos retiraban una especie de tablero que les servía de puente entre el palafito y la tierra, y así los animales podían rondar en torno de ellos, pero no los incomodaban. El agua protectora los separaba.

Podemos imaginar la sensación de progreso experimentada por esos primitivos cuando construyeron la primera casita y, en la noche, oían las fieras aullar dentro del bosque; en vez de darles pavor, como en el tiempo en que vivían en grutas o cabañas dentro de las cuales un animal feroz podía irrumpir de repente, dormían sosegados y abanicándose deliciosamente, porque la fiera ya no constituía un peligro. ¡Qué “civilización”!

Fue de una situación análoga a esa que, del pánico de primitivos que habitaban un lugar pantanoso e inconsistente, nació una de las mayores bellezas del universo: el local hoy ocupado por Venecia, que otrora era muy pantanoso.

Uno de los lugares más bonitos de la Tierra

En cierto momento, un guerrero terrible, Atila, descendió con sus hunos a través de Hungría, invadió Italia y fue azotando todo por el camino. El pavor que los latinos civilizados le tenían era tal, que se expresó por medio de una metáfora muy poética: en donde posaban las patas de su caballo, nunca más nacería la hierba.

Las poblaciones de aquellas regiones quedaron con pavor de Atila y se metieron en los pantanos, procurando lugares de más resistencia dónde instalarse. Allí repitieron más o menos los palafitos.

Esos pueblos después fueron bautizados, y el Bautismo operó en sus almas el efecto regenerador que le es propio; y de primitivos, más o menos vagabundos, pasaron a ser hombres de trabajo que, seducidos por las aguas del Mar Adriático, se entregaron a la navegación. Se hicieron grandes navegantes y se dedicaron al comercio, pasando a ser la mayor potencia marítima del Mar Mediterráneo.

Las riquezas regresaban a Venecia y con ellas las posibilidades de trabajo y de organización. Las islas resultantes del antiguo pantano fueron consolidadas, arregladas, hicieron correr agua donde otrora había lodo. Las casas fueron mejorando, las aguas se tornaron de un tránsito fácil y, en el lugar del antiguo pantano se constituyó un archipiélago que se fue llenando de palacios de una belleza famosa en el mundo entero.

Y allí, en vez del jardín que Venecia no tiene, nació para el hombre este sueño que se realizaba: vivir en un palacio a la vera del agua, con un cielo lindísimo. El cielo de Venecia es una especie de cielo de los cielos, el colorido y las brumas son de una belleza… los anocheceres son lindísimos. Y así se realiza ese punto de elección, una especie de paraíso hecho por el hombre; por su fantasía, por su talento, por su capacidad de trabajar, por su deseo de maravilloso, cosa tan distante del hombre contemporáneo.

Se realizó entonces en Venecia ese punto de encuentro donde la tierra fea, otrora un pantano, es disfrazada por el piso de los palacios, el pantano es cubierto por las aguas del mar que corren, el cielo maravilloso y el agua se besan, formando uno de los lugares más bonitos de la Tierra.

Maravilla que nació de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

En el centro de esta narración está el desvendar de un enigma. ¿Cómo pudieron realizar una cosa tan maravillosa pueblos tan primitivos? ¿Será porque se mezclaron con otros pueblos? A mi modo de ver, si ellos no fuesen bautizados, eso no se hacía. Puede ser que se hayan mezclado con latinos decadentes. Pero, para que del pantano del primitivismo y de la decadencia de las grandes ciudades en descomposición surgiese una cosa así, ¿no era preciso un tercer elemento que hiciese una cosa verdaderamente más bella?

A mi juicio es evidente que sí. Es el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, cuya inmolación en lo alto del Calvario obtuvo las grandes regeneraciones morales. Es de esta Sangre, a propósito de cuya efusión Nuestra Señora lloró y de la cual resulta todo cuanto hay de bueno, de grande y de bello en la Tierra, que nacieron maravillas de esas, por la regeneración del hombre. Se bautizó, se volvió trabajador. Intensificó y disciplinó su deseo de maravilloso, y las maravillas comenzaron a florecer.

Fue en la búsqueda de ese auge de realización de lo maravilloso en la Tierra que me puse a soñar sobre Venecia y a quererla. Desde mi primer viaje a esa ciudad, mi espíritu estaba tomado por esta idea: yo estaba visitando una conjunción incomparable y paradisíaca de cosas maravillosas.

Se podría decir, sin embargo, que hay algo más ocupando un gran espacio en mi espíritu, un punto importante que procuraré condensar: entre las diferentes obras primas existentes en Venecia – ¡oh, misterio! – ninguna es tan grande y tan maravillosa cuanto el hombre.

La “Serenísima República de Venecia”

Si Dios hubiese creado a Venecia, pero la ciudad hubiese quedado sola para ser habitada por palomas, ¿qué valor tendría? Mucho más que simplemente aquello, hay en Venecia un estilo de vida, el estilo artístico veneciano, la cultura, las instituciones venecianas, que modelaron las fisionomías de los palacios. Y, en el plano de la Providencia, el palacio es modelado por la cultura del hombre, pero lo auxilia a modelar después su propia cultura. Lo ayuda a perfeccionarse. El cielo, el mar y la tierra fueron hechos para, iluminando la casa o el palacio del hombre, iluminar el alma de quien allí reside.

Esa es la dignidad del ser humano. Todo eso nos remonta al hecho de que la llamaban de “Serenísima República de Venecia”. “Serenísima” es casi más bonito que Imperial o Real. Da la impresión de tener el rocío de todas las calmas de la noche. “Su Alteza Serenísima”, por ejemplo, ¡me parece un título lindísimo! Y la República de Venecia, por ser soberana y querer encajarse en la jerarquía nobiliaria y feudal de Europa, considerando que su jefe tenía la verdadera dignidad de un duque, tomó para sí el título de “Serenísima”.

Venecia era una república aristocrática, dirigida por una nobleza inscrita en un libro llamado “Libro de Oro”. Las familias promovidas a la nobleza tenían sus nombres inscritos en ese libro, y pertenecían a una clase social que elegía una especie de Cámara de los Lores. También había, para las variadas categorías de la plebe, cámaras, concejos, etc.

El desposorio de Venecia con el mar

Al frente de eso estaba el Concejo de los Diez, liderado por un doge que usaba el birrete frigio de las repúblicas contemporáneas, cercado por una pequeña corona. Tratado como un príncipe, elegido cada diez años, pudiendo ser reelegido, el doge era el punto de partida de diplomacias finísimas y zancadillas habilísimas, más elegantes que pasos de minueto; con la belleza de quien se habituó muy temprano a burilar la política como quien burila un cristal. A propósito, por una coincidencia bonita, las fábricas de cristal comenzaron a aparecer. Da ahí viene el famoso cristal de Murano. Hay algo cristalino en la República de Venecia.

Todo el mundo conoce la fiesta anual de esplendor de Venecia. El doge, vestido con trajes fabulosos, iba hasta alta mar en un navío todo recubierto de oro, llamado Bucentauro, seguido por un cortejo de embarcaciones con gente a bordo tocando violines y otros instrumentos. Al llegar a cierta altura, se hacía el desposorio de Venecia con el mar, lanzando al fondo del Mar Adriático un anillo. En ese momento, la música daba todo y las personas aclamaban. Al caer de la tarde, todos regresaban, en medio de reflejos del agua del mar de Venecia, y la fiesta continuaba en tierra. Aquellos canales eran recorridos por gente en góndolas, faroles bonitos iluminaban las terrazas, desde afuera de los palacios de percibía la luz de las fiestas que se estaban dando allí adentro. El tintinar de los vasos de cristal, los vivas y lo cantos se prolongaban noche adentro.

Si pasamos de ahí a los palafitos que constituyeron la primera Venecia, comprenderemos la enorme trayectoria recorrida en ese lugar verdaderamente privilegiado, donde la Providencia quiso reunir sus maravillas.

(Continúa en el próximo número)


 (Revista Dr. Plinio, No. 246, septiembre de 2018, pp. 32-35, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 2.12.1988).

Last Updated on Saturday, 29 September 2018 21:47