San Benito y el Monasterio de Subiaco

Un joven de familia noble abandonó todo para vivir en la soledad, en una gruta entre montañas agrestes. Toda la naturaleza hacía eco a sus ideales, y cada vez que él daba un paso ascendente en el camino de la fidelidad, los ángeles cantaban y los demonios rugían. Ese fue San Benito, árbol del cual brotaron todas las semillas que se esparcieron por Europa, dando origen a la Cristiandad occidental.

 

Punto de partida de la Civilización Cristiana

 

Plinio Corrêa de Oliveira

Subiaco fue el punto de partida de la Civilización Cristiana, tomando en consideración la Cristiandad en Europa Occidental. No me refiero, por lo tanto, a Bizancio y a la parte de Oriente, ni al Norte de África, sino a la parte de la Cristiandad que después vendría a desarrollarse más, y de la cual nacería América y todas las expansiones católicas por el mundo.

“Yo me doy por entero”

Todo estaba en la siguiente situación: los bárbaros habían ocupado todo el Imperio Romano y había restos de civilización romana, y a la par de eso, paganos y bárbaros en gran cantidad, formando un caos del cual era necesario que emergiese algo diferente.

La Iglesia estaba trabajando en eso empeñadamente y actuando como ella lo hace: la Iglesia no siempre trabaja con base en grandes hombres, sino, siempre con base en la gracia. El gran hombre a veces aparece, y cuando es un gran santo, humilde, casto, sale algo que presta. Entonces, en la base de la conjunción de todos esos factores la Iglesia iba haciendo su deber, predicando, enseñando a cada uno en sus parroquias, en sus diócesis, según la ordenación puesta por Nuestro Señor Jesucristo, y ella misma, orientada por el Espíritu Santo, iba completando, acomodando las circunstancias, etc. En todo eso la Iglesia, día a día, iba haciendo penetrar la gracia en las almas que quisiesen recibirla. Muchas de esas almas recibían esas gracias y las acogían mejor de lo que se recibe la gracia hoy en día.

Pero se podría decir que en esa situación en que la gracia soplaba por todos lados y abría algunas flores por aquí, por allá y más allá, algo muy grande y muy bonito estaba por acontecer como desenlace de esta siembra semibien recibida por toda parte. Y el desenlace es exactamente el hecho de que un joven de familia senatorial, es decir, de familia noble, patricia, San Benito, con un inmenso llamado divino para su obra tan especial, resolvió darse totalmente. La gracia le dijo: “Hijo mío, yo te quiero y te quiero por entero. ¿Tú te das por entero?” Y él respondió: “Sí, yo me doy por entero.”

Pero, para darse por entero, la experiencia mostraba que él no podía quedarse en medio de esa mezcla de barbarie y de cultura romana decadente en la cual se encontraba Europa. Él entonces se retiró a un local, a fin de allí vivir solo. ¿Por qué? Para ser santo. San Benito probablemente no notaba que él era el árbol del cual brotarían todas las semillas que serían esparcidas por Europa. Ese es el hecho benedictino. Y él fue solo, a fin de ser sólo de Dios y de Nuestra Señora, a un lugar completamente yermo donde no hubiese nada que perturbase su completa entrega a Nuestro Señor, y allí entregarse a la devoción, a la meditación y a la penitencia, para que la gracia tomase cuenta cada vez más de su propia persona.

A través de San Benito, Dios tomó cuenta enteramente de Europa

Podemos imaginarlo joven – como consta que era –, de buena presentación, bien dotado, con los predicados de una familia senatorial, aunque despreocupado de todo eso, no pensando en sus dotes ni cómo sería conmovedor en esa gruta o en ese castillo de grutas, o palacio silvestre de grutas en el cual se embreñó – donde cada gruta daba abertura hacia otra como en un palacio un salón da acceso a otro – no estaba pensando cómo era conmovedor ver el aislamiento de un joven con la figura y los antecedentes suyos, con las posibilidades que él tenía, renunciando a todo y entregándose a Dios. Porque no pensaba en sí, sino en Dios.

En esa soledad, él comenzaba, por lo tanto, la vida de virtud que haría de su alma el elemento modelador de toda una familia religiosa, que se prolonga hasta hoy y se prolongará hasta quién sabe cuándo. Tengo la vaga idea de haber leído que la Orden benedictina tiene más de dos mil santos canonizados. Eso sin hablar de otras órdenes religiosas que son de origen benedictina, pero toman la regla de San Benito y le dan otras acomodaciones e interpretaciones, son otras vocaciones dentro de la Orden Benedictina: Trapistas, Cistercienses, Olivetanos y otros ramos más.

San Benito cuidaba apenas de darse enteramente a Dios. El Creador tomaba cuenta enteramente de él, para a través de él tomar completamente cuenta de Europa.

Pero es necesario notar lo siguiente: en esa situación, entregado a esa soledad extraordinaria, él recibía comida de otro anacoreta que vivía en una gruta arriba de la suya, con quien nunca conversaba. El anacoreta recibía alimento de un cuervo y, si no me engaño, amarraba la comida a una cuerda y la pasaba para abajo, y él comía lo que le mandaban. Nada más. El único contacto que él tenía con el mundo exterior era cierta hora en la cual veía bajar una cuerda. Él comía y la cuerda subía. Y nada de los dos quedarse mirando, haciendo señalitas, comentarios como “hoy el tiempo está malo”. Soledad total, total, total.

Grutas que oyeron el eco de sus pasos, llantos y cánticos de alegría

En ese ambiente, en esa soledad predestinada, al espíritu humano le gusta imaginar hasta las pequeñas hierbas, los grandes árboles, la vegetación y las ondulaciones del terreno impregnadas de gracias, que tenían un presentimiento profético de lo que él debería ser. Y quien menos sabía lo que estaba para nacer era San Benito. Él tenía sus ideales, y todos los montes, valles y colinas – usando la expresión de Camões empleada para un fin muy inferior – y pequeñas hierbas hacían repercutir, hacían eco a sus ideales, y los vientos cantaban cuando soplaban; y él no notaba todo eso.

Y una persona estando allá, hoy en día todavía puede encontrar esas hierbas, bisnietas remotas de las hierbas de la época de él. Esos montes todavía son los mismos y en su inmovilidad pétrea o térrea aún tienen la configuración de otrora; esas grutas son las mismas y oyeron el eco de los pasos, los sollozos, los llantos de él durante las crisis, las tentaciones, las oraciones, los cánticos de alegría, etc.; durante toda la vida de él repercutieron ahí, y algo se podría llegar a sentir. Y quien va a un lugar así, procura de algún modo sentir esos ecos de la historia que allí transcurrió.

Locales que quedan impregnados de maldiciones o de bendiciones

A propósito, esta procura se da con historias de otra naturaleza. Voy a dar un ejemplo horrendo, que se me ocurre en este momento. Parece que Judas se ahorcó en una higuera brava, que da higos no comestibles para el hombre.

Imaginen que él se hubiese colgado en un manzano que todavía estuviese vivo y dando frutos. ¿Algún hombre en el mundo querría comer una manzana de ese árbol? Y si alguien tocase una, se le debería decir: “¡Vaya a lavarse las manos con agua bendita! ¡Queme esa manzana! Sepúltela en las entrañas de la tierra, donde los gusanos van a acabar las cenizas que puedan quedar de esa manzana. Trate de olvidar el lugar donde quedó esa ceniza. En todo caso, nunca más pase cerca de ahí. ¡Porque con Judas, nada! Es un hombre cuyo nombre propio es un ultraje. ¡Llamar a alguien de Judas es insultarlo del modo más pesado posible!”

Ninguno de nosotros se sorprendería al saber que el olor alrededor de ese manzano es malo; al quebrar ese palo sale una resina asquerosa mezclada con gusanos, y la enfermedad, la maldición, la infelicidad, las tentaciones del demonio asedian a quien se aproxima del manzano de la maldición. ¿Por qué? Porque las cosas quedan impregnadas.

Así también sucede con las bendiciones. Una persona que piense, mirando las montañas desde adentro de esas grutas: “Hubo tardes en que el tiempo estaba bonito como el de hoy, y San Benito, sintiendo que el día había pasado en la virtud, y auscultando los movimientos interiores de la gracia, conjeturando con probabilidad que la noche sería tranquila, sentado en el atrio externo de esa gruta, miraba la puesta del sol y daba gracias a Dios, porque había sido un día más, aparentemente tan vacío para el hombre, pero en realidad tan lleno para él.” Por lo tanto, se visita un lugar de esos procurando hacer la recomposición.

Esos son imponderables que tal vez realmente existan en el lugar por disposición de la Providencia, que algunas almas tienen carácter para pensar. Ellas tienen más disposición, más aptitud, tal vez un poco más de gracia que otras. Es un aspecto. Aunque también puede suceder que algunas almas sean más poéticas y tengan el don de imaginar las cosas como fueron, y saben que están haciendo apenas una poesía, una irrealidad por la cual puedan saborear un poco la realidad que hubo.

Y muchas veces lo que sucede es una cosa entretejida: hay una poesía, una imaginación que sabemos que no es real, pero existe un palpitar de la gracia que dice: “Hijo mío, hay algo verdadero dentro de eso, sin que tú puedas distinguir bien qué es. Saborea, porque en medio de ese gusto existe el sabor de la verdad.”

Lógica, fuerza y calma

Analicemos, entonces, algunas fotografías de Subiaco. Ciertamente San Benito no vio esto. Por lo tanto, no hizo parte del cuadro que él tuvo delante de sí, porque fue construido después. Hombres llamados ante todo a una vida religiosa, que se establecieron allí, atraídos por la gracia, seguros de que la presencia en ese lugar bendecido les daba una participación en las enormes gracias que San Benito recibió.

Tantas y tantas veces yo he elogiado la ojiva; déjenme hacer un poco de elogio al arco románico. Se encuentran en la base cuatro arcos desiguales. El arco de la izquierda es bien grande, y soporta solo una parte más grande del peso que viene de arriba. Los dos arcos tendrán tal vez la mitad del tamaño del arco grande; cada uno sustenta un peso bien más pequeño que el que soporta el arco más grande. Y en el extremo opuesto hay un arco que me parece ligeramente ojival, que probablemente fue posterior. También puede haber salido ojival más o menos por acaso, sin ninguna intención de los individuos de cultura románica que construyeron eso. Esos arcos románicos dan una idea muy bonita de lógica, de fuerza y de calma, que no deja incluso de tener majestad.

El monasterio de arriba sería un edificio de tugurio. Está construido con tanta irregularidad, que las ventanitas y las puertecillas hacen un zigzag en el primer piso, ora para arriba, ora para abajo, que parece no tener una finalidad ornamental. Desde la tercera ventana hacia la derecha hay una ventana suelta en el medio, y no se sabe bien por qué es tan grande; en fin, nada es bonito. Sin embargo, el todo tiene una belleza innegable, indefinible, que se siente en la situación de un monje benedictino paseando y rezando su Rosario en la terraza que queda arriba de todos esos arcos.

Vivir es mirar hacia el Cielo

Imaginen a un monje andando solo, rezando y meditando sobre San Benito, sobre tal episodio de la Vida de Nuestro Señor, sobre el Rosario o sobre tal hecho de la vida de Nuestra Señora. ¿Cómo habrá meditado San Benito sobre esos hechos? El Rosario todavía no existía en su tiempo; fue revelado por Nuestra Señora, en plena Edad Media, a Santo Domingo de Guzmán.

Pero imaginemos a ese monje andando solo de un lado a otro, solo y puesto en esa soledad donde no hay ningún ruido, porque no existe agricultura, no se ve pasar a ningún hombre, a ningún animal, nada cambia, a no ser una arboleda encaracolada que, a veces, es seguida por una grama escasa sobre una tierra fea y dura, que parece no servir para nada. Es la negación de todo, el vacío, pero allí está un monje con grandes ideas, con grandes consideraciones, con fenómenos místicos de los cuales tiene o no tiene conciencia, y que lo unen enormemente a Nuestra Señora. Se diría que sus pasos hacen eco a los pasos de San Benito, y que esos arcos de abajo poseen algo de la lógica, de la fuerza simple, robusta y sin pretensión, del alma de San Benito, que fue un alma con arcadas de esas, imagino yo.

Se ven dos montañas que se encuentran en la base, formando una especie de “V”. Alguien preguntaría, por curiosidad: “¿Qué hay más allá?” Existe otro tanto igual a ese, vacío, árido, inútil, que sirve apenas para esa cosa también útil de la cual vive la Tierra: la soledad. La soledad de los hombres llamados a la soledad. Más adelante se forma otro “V” y después otro, y lo que se ve son sólo montes de esos. El hombre se siente perdido en la soledad, en la tierra árida, para él la vida no reserva nada más. Vivir es mirar hacia el Cielo: “Pater noster qui es in cœlis, sanctificetur nomen tuum…”

La Cristiandad europea estaba naciendo

En el predio de la izquierda hay un poco más de arquitectura. Hay una rosácea y un pequeño campanario construidos mucho tiempo después, ciertos adornitos pobres y modestos, lo suficiente como para, con los ecos del Angelus en la aurora y en la puesta del sol, a las seis de la mañana y a las seis de la tarde, saludar a Nuestra Señora y hacer con que esos ecos santifiquen aquellas soledades.

Noten esas montañas. Ninguna de ellas baja de un modo bonito, no tiene aquellas flexiones y deflexiones dulces de los montes de la Bahía de Guanabara, ni es amiga de la montaña siguiente. Esas son montañas agrestes yuxtapuestas por la mano de Dios, que no se conocen unas a otras, y parecen dilaceradas delante del cielo.

En otra fotografía vemos la gruta. Todo es incomodidad y soledad. Debemos imaginar a San Benito sentado allá, leyendo un libro y pensando… Él no sabía, pero Europa estaba naciendo. Mucho mejor que Europa, la Cristiandad europea estaba surgiendo.

Él no tendría la menor idea de la cantidad de peregrinos que irían humildes y reverentes a besar ese lugar. Pero cada peregrino que va al Monasterio de Subiaco le lleva una gotica de gloria extrínseca a San Benito al Cielo.

Los ángeles cantaban y los demonios rugían

Vemos un conjunto bien construido, que fue edificado después, con ojivas, etc. Construido a legítimo título, pero nos da apenas un aspecto de la gloria de San Benito: hombres con llamado menos excepcional que el de San Benito, pero atraídos para algo que constituía el llamado de él. Que comprendieron que la gracia los llamaba a hacer un poco menos rígido el aislamiento en ese lugar, a vivir en grupo, aunque en el silencio y en edificios que amenizaban un poco la gruta, que no obstante no hacían desaparecer enteramente el aire imponderable que aquella gruta trae consigo; están excavados en esas grutas.

También se observan construcciones de la misma forma, muy respetables, venerables, incluso pintadas, etc., donde vive el cortejo enorme de hijos menos excepcionales, menos fuertes, más débiles, que Dios llamó para ser así, y que podrían encontrar – y muchos encontraron – su lugar en el Cielo, pues fueron canonizados, llevando su vida en esas condiciones y no en las condiciones de San Benito, que estaban ahí porque querían respirar un poco del aire que San Benito respiró.

Yo admito como probable, tanto cuanto consigo pensar en esas cosas, que, sin tener certeza de lo que allí iba a nacer, San Benito sentía que algo muy grande se jugaba en el Cielo, cada vez que él daba un paso ascendente en el camino de la fidelidad. Los ángeles cantaban y los demonios rugían. Él percibía todo el odio que el demonio tenía contra él y, por lo tanto, cuánto estaba siendo hostil, nocivo al demonio, resistiendo a las tentaciones habilidosas con las cuales, a todo momento y de modo tormentoso, el demonio lo asediaba.

La bandera que ondea al viento o cae a lo largo del asta

Y cuando San Benito se lanzó en las espinas para que atormentasen su carne y así, llamando la atención de él hacia el dolor, la desviasen del deseo que la carne concebida en pecado original puede tener sin que el hombre consienta – el ansia de lascivia, del pecado impuro – aunque sin saber qué sería todo eso, él sentía que había mucho más de lo que hacía. Y con esta particularidad interesante: tal vez la Providencia no le diese una certeza detallada – al pan, pan, y al vino, vino –, sino intuiciones grandes y ventosas, que pasaban de acá y de allá y le dejaban un fondo de certezas imprecisas que él no sabía interpretar bien. Y preguntaba: “¿Qué es esto? ¿Una gracia o una ilusión?” Que lo ayudaban a andar.

Yo digo eso porque en muchas vocaciones hay cosas de esas. En nuestras propias vidas de hecho existe algo semejante: horas en las que estamos como una bandera que ondea al viento, es decir, en que sentimos la certeza del futuro y realizamos algo enorme, extraordinario, haciéndonos fluctuar como una bandera al viento.

Hay momentos, por el contrario, en que el viento cesa y la bandera cae a lo largo del asta. Y la persona piensa: “Ahora tengo que arreglar la ropa de cama y de mesa que van a ser mandados a lavar. Voy, entonces, a arreglar la ropa sucia, parar ayudar a proclamar el Reino de María… Godofredo de Bouillon, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, ¿dónde estáis? Vosotros que hacíais cosas tan grandes y teníais la certeza de la grandeza de lo que realizabais, aquí está este católico, bajo cierto punto de vista hijo vuestro – porque nosotros somos todos hijos de todos los hijos de la luz –, contando las piezas de ropa. Estoy viendo la servilleta sucia de vino que tal hermano mío derramó inhábilmente en la mesa: más adelante el mantel todo manchado porque tal persona le salpicó fríjol; estoy notando nuestra vida cotidiana, las miserias de cada uno en los manteles que van a ser mandados a la lavandería. ¿Y esta es la escalera de Jacob por el cual subo al Cielo?”

Una paradoja cruel que se resuelve en una ojiva sublime

Tengo la certeza de que algún alma, contemplando esas montañas, pensaría en cosas análogas. Y se preguntaría si es una gracia que San Benito le está obteniendo en el Cielo. En esos montes ásperos, escarpados, en esa batalla de la naturaleza, en esa inutilidad de lo que él hacía, en la paradoja constante del hombre, que por naturaleza es sociable, la gracia lo llama a vivir aislado. Eso no es una contradicción, sino una paradoja.

En esa paradoja, que yo no dudaría en llamar de cruel – en el sentido de que el sacrificio de la cruz fue cruel –, el hombre debe decir: En el fondo todo eso se resuelve en una ojiva sublime, que le da un sentido que yo comprenderé un día en el Cielo. Continuaré andando y andando. Yo sé que, caminando así, contando las piezas de ropa y viendo las fallas morales en las manchas de los manteles de mesa – son pequeñas fallas morales, aunque a veces son indicativas de algo mucho mayor –; pidiendo a Dios que los perdone a ellos y a mí, a todos los que tienen esas fallas, y haga subir a todos al Cielo; estoy preparando una gloria enorme para dentro de doscientos años.

 En las particularidades de nuestra vocación, si no para dentro de doscientos años, para dentro de doscientos días o de doscientos minutos, porque el día de la intervención de Nuestra Señora es incierto y podrá llegar de un momento a otro, como el esposo de la parábola de las vírgenes fieles del Evangelio. Las primeras se quedaron esperando, fueron fieles, y yo debo esperar que mi Dios llegue de momento a otro y diga: “Hijo mío, la cárcel de la Revolución se acabó.” Y si ese día demoró en llegar, yo no fui frustrado. Por el contrario, fui glorificado. Esperé largamente, pero no perdí la esperanza. La gloria me llega como una corona.


 (Revista Dr. Plinio, No. 244, julio de 2018, pp. 27-35, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 18.11.1988).

Last Updated on Friday, 19 October 2018 19:30