En la Edad Media esplendorosa, los caballeros eran ufanos y briosos en la lucha, aunque corderos en la obediencia, mostrando la yuxtaposición de las virtudes opuestas del verdadero católico, llevadas hasta el extremo.
Altivez y humildad
Plinio Corrêa de Oliveira
Me encaminaron una nota referente a las Órdenes Militares de Caballería, más específicamente de la Orden Militar de Santa Brígida. El texto es extraído de la “Historia de las Órdenes Monásticas Religiosas y Militares”, del sacerdote franciscano Pierre Hélyot1.
Dos modos de tornarse héroe
Así nos dice la referida obra:
Leemos en las revelaciones, cuando tuvo origen la Orden de Santa Brígida, que Jesucristo le hizo conocer cuánto le eran agradables los votos de aquellos que, bajo el nombre de caballeros, se comprometían a dar su propia vida por la de Él, y a defender y mantener por la fuerza de las armas los intereses de la Iglesia y de la Religión Católica.
Pero el mismo Salvador se quejó también a la Santa, de que esos mismos caballeros se habían apartado de Él, despreciaban sus palabras, hacían poco caso a los males que Él había soportado en la Pasión y, conducidos por el espíritu de soberbia, amaban más morir en la guerra con la única idea de obtener la gloria y atraer hacia sí la estima de los hombres, que vivir en la obediencia a sus Mandamientos.
Ese fue siempre el defecto de la Caballería. Un individuo puede ser héroe por dos razones. Una de ellas es una gran razón: ser héroe por amor a Dios. Otra corresponde a una de las pruebas más grandes de estulticia humana que pueda haber: por vanidad o pretensión. Porque es incomprensible cuál es la forma de pretensión que puede compensar al hombre la pérdida de su propia vida. ¿De qué me vale morir suponiendo que los otros me están juzgando un coloso, si pierdo la vida y no oigo los aplausos que me son dados con ocasión de la muerte?
Manifestación de la estulticia humana
Una cosa que yo nunca pude comprender es el hecho de que caballeros de la Edad Media se revistiesen completamente de metal y embistiesen uno contra otro en la lucha violentísima del torneo, en el cual ellos podían ser gravemente heridos, apenas para quedar bonito delante de los otros.
Imaginen que en un embate de esos el caballero quedase ciego. ¿De qué sirvió quedar bonito? Todo el mundo exclama: “¡Ah, qué cosa extraordinaria!”, y el individuo en la oscuridad, palpando… ¿Qué sentido tiene eso? Es una cosa literalmente incomprensible, porque viola todas las reglas de la lógica. Si fuere hecha la siguiente propuesta a un ciego: “Vas a ser curado de tu ceguera. Pero si continúas ciego, todo el mundo te va a ver como lindo”. ¿Él querrá continuar ciego? Él se escapa de la ceguera de cualquier forma. Y si puede, se las arregla para dejar lo lindo de otra forma o se consuela sin lo lindo, pero no queda ciego.
No obstante, el espíritu humano es susceptible de tantas deformaciones que, aunque pareciese fácil encontrar héroes que lo sean por amor a Dios, a Nuestra Señora, por fe en la vida eterna, e imposible conseguir héroes que lo fuesen por una razón terrena y estúpida, la verdad es lo contrario.
El hombre está tan degradado por los efectos del pecado original, tan disminuido, que en ciertas épocas de la Historia él fácilmente sirve para ser un héroe sin sentido religioso. Y cuando él entra en una Orden de Caballería, lo difícil no es ser héroe, sino mantener el verdadero motivo por el cual se debe ser héroe.
Esa es una de las manifestaciones más aflictivas de la imbecilidad humana, pero esa expresión fue muy cruda en el tiempo de la decadencia de la Caballería y, por lo tanto, de las Órdenes de Caballería también.
Destruir a los enemigos de Dios y proteger a sus amigos
Sin embargo, Jesús declaró a Santa Brígida que, si quisiesen retornar a Él, estaba listo para recibirlos y, al mismo tiempo, Él prescribiría la manera más agradable, y las ceremonias que se deberían observar cuando ellos se alistasen en su servicio.
Vemos en eso el amor de Nuestro Señor a las Órdenes de Caballería, el perdón y el convite a restaurarlas.
El caballero debería venir con su caballo hasta el cementerio de la iglesia, en el momento en que asumía la condición de caballero, donde, habiéndose apeado y dejado su caballo, debía tomar su manto, cuya ligadura necesitaría ponerse bajo la frente, como marca de la milicia y de la obediencia en la cual él se comprometía a la defensa de la Cruz.
El estandarte del príncipe debía ser llevado delante de él, para indicar que necesitaba obedecer a las potencias de la Tierra en todas las cosas que no son contrarias a Dios.
Habiendo entrado en el cementerio, el clero debería llegar delante de él con la bandera de la Iglesia, sobre la cual estuviese representada la Pasión de Nuestro Señor, a fin de que él aprendiese que debía tomar la defensa de la Iglesia y de la Fe, y obedecer a sus superiores.
Entrando en la iglesia, el estandarte del príncipe debía permanecer en la puerta; en el templo sólo debía ingresar la bandera de la Iglesia, para mostrar que el poder divino excede al secular y que los caballeros deben preocuparse mucho más con las cosas espirituales que con las temporales.
Él debía oír la Misa y, en la Comunión, el rey o aquel que lo representase, aproximándose al altar, debía colocar una espada en la mano del caballero, diciéndole que le daba la espada a fin de que no salvase su vida por la Fe y por la Iglesia, para destruir a los enemigos de Dios y proteger a sus amigos. Entregándole el escudo, debería decirle que este era para defenderse contra los enemigos de Dios, para dar socorro a las viudas y a los huérfanos y para aumentar la honra y la gloria de Dios. En seguida, colocándole la mano en el cuello, debía decirle que él estaba sometido al yugo de la obediencia.
Prioridad de la Iglesia sobre el Estado
Para comprender esa ceremonia, es necesario recordar que en la Edad Media siempre existió el problema de situar bien las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y, por esa causa, en los países o en las ocasiones en las cuales prevalecía el buen espíritu, había una preocupación extrema por marcar la prioridad de la Iglesia sobre el Estado.
Estábamos en la era bienaventurada en la cual la Iglesia, creyendo firmemente en sí misma y afirmándose como una institución de derecho público, se afirmaba superior al Estado y proclamaba al Papa como el más alto dignatario de toda la Tierra, Vicario de Jesucristo y superior al emperador y a todos los reyes. Vemos, en esa descripción, una ceremonia perfectamente elaborada para indicar esto.
Es muy frecuente en Europa que los cementerios queden al lado de las iglesias, verdaderas iglesias catedrales. Entonces, en el cementerio – probablemente para indicar la proximidad y la resignación con la muerte –, se daba la primera escena de ese encuentro.
El caballero iba precedido por la bandera del príncipe, y cuando llegaba la bandera de la Iglesia, representando la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, todo desaparecía. El caballero, por así decir, dejaba el servicio del príncipe, o sea, del Estado, en todo cuanto contrariase a la Iglesia; se colocaba enteramente al servicio de la Esposa de Cristo e iba a ser, a partir de ese momento, un religioso sujeto a los tres votos: pobreza, castidad y obediencia.
Entonces, la bandera del príncipe se quedaba en la puerta de la iglesia, por ser inferior, por no ser digna de presenciar la ceremonia. Pero un representante del príncipe daba la espada, para indicar cómo el Rey aprobaba aquella ceremonia. Se nota en esos pormenores el connubio íntimo entre la monarquía y la Religión, existente en aquellos tiempos.
Obediencia: disminuirse a los ojos de los hombres y crecer delante de Dios
También se ve en otros lugares de las mismas revelaciones la fórmula de los votos de profesión de los caballeros, que debe ser concebida en estos términos: “Yo, criatura enferma, que no soporto mis males sino con dificultad, que sólo amo mi propia voluntad y cuya mano sólo tiene vigor cuando es necesario golpear, prometo obedecer a Dios y a vos, que sois mi superior, obligándome bajo juramento a hacer el bien a las viudas y a los huérfanos, a jamás realizar cualquier cosa contra la Iglesia Católica y contra la Fe, y me someto a reconocer la corrección, si llegare a suceder que cometa alguna falta, a fin de que la obediencia a la cual estoy ligado me haga evitar el pecado y renunciar a mi propia voluntad, y que pueda, con mayor fervor, prenderme solamente a la de Dios y a la vuestra.”
Es una fórmula linda, que expresa el contenido de la obediencia. El caballero acepta la obediencia para renunciar a su propia voluntad, que lo inclina hacia el error y hacia el mal. Por lo tanto, él, bajo la obediencia de un superior que lo guía hacia el bien, está defendido contra esa inclinación. Él asumió el compromiso de sólo hacer lo que quiera una persona más firme en el bien, que él mismo. De tal manera que, por el voto de obediencia, él queda protegido contra los extravíos de su naturaleza enfermiza.
Él, caballero fogoso, valeroso, héroe, renuncia a disponer de sí mismo y, con eso, se disminuye a los ojos de los hombres, pero crece a los ojos de Dios, porque haciendo la voluntad del superior no hace la voluntad del superior, sino la de Dios, que habla por medio del superior.
Así, el caballero tiene la alegría, durante la vida entera, de conocer la voluntad de Dios sobre él y de seguirla, porque la voluntad de Dios es la voluntad del superior. A todo momento, por lo tanto, el caballero sabía lo que Dios quería, conociendo lo que el superior deseaba de él.
Yuxtaposición de virtudes opuestas
Vean el contraste de alma: por un lado, caballeros tan ufanos y briosos en la lucha; por otro lado, verdaderos corderos de la obediencia, mostrando la yuxtaposición de las virtudes opuestas en el auténtico católico, y llevadas hasta el extremo. Por un lado, de tal forma varoniles que se tornan los mayores guerreros de Europa y del mundo; por otro lado, humildes hasta el punto de renunciar a su propia voluntad.
Eso me hace recordar un hecho que leí en Montalembert2, que me causó una impresión profunda y me gustó mucho.
Un árabe prisionero viajaba por Europa y vio aquellas catedrales ser construidas por hermanos legos de Órdenes religiosas. Él entonces le preguntó a alguien: “Explíqueme los secretos de esas almas. ¿Cómo pueden construir catedrales tan altivas hombres tan humildes?”
Para tener la verdadera altivez es necesario ser verdaderamente humilde, y para ser verdaderamente humilde es necesario ser verdaderamente altivo.
He ahí el alma, no del caballero decadente, héroe por razones humanas, sino del verdadero caballero según los anhelos de Nuestro Señor Jesucristo cuando se manifestó a Santa Brígida.
En la Edad media hubo muchas veces ejemplos admirables de caballeros que llegaron a las honras de los altares.
1) HÉLYOT, Pierre. Histoire des Ordres Monastiques Religieux et Militaires, et des Congregations Seculières. París. Nicolas Gosselin, 1715, v. 4, c. 6, pp. 44-45.
2) Charles Forbes René de Montalembert (*1810 – †1870). Escritor, político y polemista francês.
(Revista Dr. Plinio, No. 244, julio de 2018, pp. 8-11, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 16.2.1967).
Last Updated on Friday, 26 October 2018 16:06