Plinio Corrêa de Oliveira
Todos los compendios de Historia, incluso los más elementales, son acordes en afirmar que uno de los grandes factores de la decadencia musulmana fue la división intestina que se propagó entre varias sectas en las cuales se dividieron los secuaces de Mahoma. Mientras esas contiendas internas estancaron la oleada mahometana, los países occidentales, llevados por el incomparable fermento de progreso que solo la civilización cristiana católica puede dar, se desarrollaron inmensamente. Así, cuando la facilidad de los medios y vías de comunicación, obtenida mediante las invenciones del siglo pasado (XIX), pusieron nuevamente frente a frente a cristianos y mahometanos, la superioridad cultural, económica y militar de los occidentales era manifiesta. Actuábamos para con los musulmanes como adultos para con menores de edad: con desenvoltura, autoridad… y no raras veces con condenable tiranía.
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Pero las cosas cambiaron mucho de aspecto. Los recursos materiales de Oriente comenzaron a tener un papel cada vez más importante en la vida de los pueblos de Occidente. Y como la guerra total vino a darle un carácter marcadamente político a las competencias económicas – o, si prefieren, un carácter marcadamente económico a las competencias políticas –, de ahí resultó que el papel político de Oriente en la solución de los problemas que dividen a Occidente pasó a ser de primera grandeza. La intensa militarización de Japón acentuó singularmente este fenómeno.
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En una época en que los valores se miden por la fuerza, los problemas militares, siempre nobles e importantes, adquirieron una importancia más grande que nunca. ¡Pero la mecanización de la guerra volvió todos los conflictos estrictamente técnicos! Vencen los mejores armamentos, admitida la igualdad de valor entre los combatientes. Y, como armamentos significa dinero, en igualdad de condiciones morales vence el más rico, esto es, el mejor armado, el que estuviere dotado de mejores medios mecánicos para el combate.
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No será difícil, pues, armar en el futuro a los orientales con armas occidentales para que intervengan en nuestras luchas, no solo con recursos económicos inmensos, sino ya, entonces, con un armamento perfecto. Valentía no les falta. Y todo eso importa en decir que la minoría de edad de los pueblos orientales está llegando a su término.
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Desde el punto de vista de la Iglesia, el hecho no sería grave, considerado en tesis. La Iglesia es Madre de Oriente tanto cuanto de Occidente, y nada desea sino el progreso de todos los pueblos en las sendas de la civilización católica, rumbo a la eternidad. Lo que le interesa es la salvación de las almas. De todas las almas. Y esto sin distinción entre Occidente y Oriente.
Pero el hecho es que Oriente aún es pagano en gran escala. Occidente aún es cristiano en cierta medida. El entrechoque de las dos fuerzas ocasionará inevitablemente un riesgo para la Iglesia.
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Y que no se sonría. No nos consuela la idea de que, inmortal, la Santa Iglesia jamás zozobrará. Gracias a Dios estamos seguros de eso. Pero no nos basta que el árbol no caiga por tierra. No queremos ver el ventarrón quebrar sus ramas majestuosas, donde circula como savia la propia Sangre de Cristo. No queremos ver arrancadas por el vendaval las hojas otoñales, esto es, las almas tibias que a todo costo y hasta el último instante de nuestra vida, incluso con los mayores sacrificios, queremos salvar. Nuestro Señor, que vino al mundo a dar un nuevo vigor al arbusto partido, quiere que reverdezcan las hojas otoñales en el árbol de la Santa Iglesia. Una sola que se desprenda es una catástrofe mayor que si el sol se apagase. Lo que significa de riesgos, de ruinas morales, de miseria de todo orden una hegemonía pagana sobre los escombros del mundo cristiano, solo Dios sabe.
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Y no se argumente con la caída del Imperio Romano y las invasiones de los pueblos bárbaros, enseguida de las cuales vino el esplendor de la Edad Media. ¡Casi daría la impresión de que la caída del Imperio de Occidente fue un bien! No, fue un gran castigo, una inmensa y deplorabilísima desgracia, que ocasionó a la Santa Iglesia males sin cuenta. Ella no murió, es verdad, sino que creció en el futuro. No por esa razón lo que fue castigo dejó de ser castigo. Ese es el hecho.
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Todo esto, lo decimos para afirmar que el “Legionário”, listo como siempre a atender a todo lo que desea la Santa Iglesia, ve, sin embargo, con claridad mayor que nunca, la importancia de la obra misionera que debe reconducir a la vida de la gracia a los infieles y paganos. No identificamos a la Iglesia con Occidente. Desde que sean todos católicos, todo estará bien. Pero es absolutamente indispensable que, mientras Oriente no estuviere convertido, no se hable en los comentarios, telegramas de periódico y tratativas referentes a la política internacional, de la constitución de grandes bloques pan-mahometanos, pan-hindúes, pan-amarillos, por más bellos y seductores que sean esos proyectos desde el punto de vista temporal. Habremos consolidado contra nosotros a los adversarios de nuestra civilización, estructurándolos políticamente en grandes potencias.
Les venderemos armas: eso es indubitabilísimo.
Los introduciremos en nuestras peleas domésticas: incluso ya lo hicimos.
Haremos de sus recursos materiales una gran parte de la base de nuestra vida económica: no es posible que procedamos de otra forma. Y cuando, conscientes de su fuerza, ellos quisieren estructurar un mundo nuevo con el poder que les dimos, y sin los principios de la civilización católica, que no les dimos o que ellos rechazaron, ¡entonces será tal vez tarde para abrir los ojos!
(Legionário, No. 557, 11 de abril de 1943 – São Paulo).
Last Updated on Thursday, 02 September 2021 19:50