La influencia del neopaganismo laicista va infiltrando cada vez más la Navidad moderna, hecho delante del cual el Dr. Plinio lanza un clamor de reparación y una proclamación de inconformidad.
Plinio Corrêa de Oliveira
Esta Navidad (...) marca, con relación a las anteriores, el agravamiento de un fenómeno que, de por sí, no debería existir. Pero que, de existir… debería respetar por lo menos la fiesta del Nacimiento del Salvador.
Me refiero a la laicización generalizada de las mentalidades, de la cultura, del arte, de las relaciones, en una palabra, de la vida. En esta materia, laicización significa propiamente paganización. Pues, a medida que se va empujando hacia la penumbra al Hombre Dios, el lugar dejado vacío por Él va siendo llenado por “valores” muy concretos y palpables, que a veces son glorificados como si fuesen faustosas abstracciones: la Economía, la Salud, el Sexo, la Máquina y tantos otros (las mayúsculas anacrónicas sirven para que se sienta mejor lo que afirmo). “Valores” materiales, es obvio. Y enfatizados por una orquestación propagandística saturada de marxismo, de freudismo, etc.
Al contrario de lo que sucedía en el mundo clásico, esos “valores” no son personificados – bien entendido – en dioses, ni concretizados en estatuas. Lo que no impide que sean ellos los verdaderos ídolos paganos de nuestro infeliz mundo laicizado.
La influencia del neopaganismo laical va infiltrando cada vez más la Navidad moderna. Infiltración gradual, pero perfectamente obvia. ¿De qué manera? No de una sola manera, sino simultáneamente de todas las maneras concebibles.
Comenzando por el Adviento. Ese período, que en el año litúrgico comprende las cuatro semanas previas a la Navidad, constituía para la Cristiandad una parte del año especialmente vuelta hacia el recogimiento, hacia una compunción discreta y hacia la esperanza palpitante del gran júbilo que el nacimiento del Mesías traerá. Todos se preparaban así para acoger al Niño Dios que, en el virginal sagrario materno, se acercaba, cada día más, al momento bendito en que iniciaría su convivencia salvífica entre los hombres.
En esa atmósfera densa y vívidamente religiosa, la tónica se iba desplazando gradualmente. A medida que se acercaba la noche entre todas sagrada, la compunción iba cediendo lugar a la alegría. Hasta el momento en que, en las pompas festivas de la Misa de Gallo, las familias, los pueblos, las naciones se sentían ungidas por el júbilo sacral venido de lo más alto de los cielos; y en cada ciudad, en cada hogar, en el interior de cada alma se difundía, como un bálsamo de olor celestial, la impresión de que el Príncipe de la Paz, el Dios Fuerte, el León de Judá, el Emmanuel una vez más acababa de nacer. “Stille Nacht, heilege Nacht”… la canción célebre que se transpuso a nuestro vernáculo de un modo menos expresivo, como “Noche de Paz”…
De toda esa preparación, ¿qué restó? Sobre el Adviento, ¿quién medita, sino una minoría ínfima? Y dentro de esa minoría ínfima, ¿cuántos lo hacen bajo la influencia de la verdadera teología católica y tradicional, y no de las teologías ambiguas y desordenadas que sacuden hoy en día, como si fuesen convulsiones de fiebre, al mundo cristiano?
Pero dejemos de lado esa minoría, y pensemos en las multitudes que se agitan en las grandes ciudades. El Adviento, pura y simplemente, no es recordado por ellas. La correría de todos los días continúa, agravada por la perspectiva de las expensas por enfrentar, de los regalos por enviar, de las visitas por hacer y de las fiestas o festividades por organizar. En suma, todo el mundo se va aproximando a la Navidad, no como una fecha hacia la cual se camina con esperanza, sino como un día afanoso, dispensioso, y, bajo algunos aspectos, hasta complicado, que se tendrá la alegría de “dejar atrás”.
Es bien verdad que en las ciudades, y tal vez más especialmente en las grandes, la cercanía de la Navidad es resaltada por la multiplicación de las lámparas coloridas en la vegetación de los jardines de los barrios residenciales, por los largos cables de luces en las avenidas con más tránsito, y en la ornamentación cargada de vitrinas comerciales. Sin embargo, no es difícil sentir que la alegría peculiar que todo eso tiende a “calentar” – alegría toda inducida, nótese – proviene del deseo de comprar, de gozar, de festejar. De esas iluminaciones eléctricas, nada o casi nada recuerda al Mesías que está por llegar. Y todo recuerda, eso sí, la economía ansiosa de ser superactivada: el comercio que palpita por ampliar la salida de sus existencias, y la industria que multiplica sus productos (y sus lucros) para llenar los vacíos abiertos en los estantes de los almacenes en virtud del aumento del consumo. En suma, es el Ídolo Economía que se va volviendo el gran centro de las expectativas, de los anhelos y de los festejos navideños de este fin de siglo. Mammón. El Estómago. La Materia. – ¡Jesús, no!...
Llega por fin la Navidad. ¿Reúne ella aún los hogares en torno de un pesebre? A veces, sí. Sin embargo, en numerosos casos, los reúne no en torno de la cuna donde el Niño Dios abre los brazos a María Santísima profundamente enternecida, bajo la vista meditativa y recogidamente jubilosa de San José. Sino en torno de una mesa en que las golosinas, la champaña de los que pueden, y las modestas bebidas de los que no pueden, ocupan las atenciones otrora dirigidas fundamentalmente hacia el Nacimiento del Redentor. ¡En cuántos hogares, la reducción y la transparencia cada vez más acentuada de los trajes difunden una atmósfera de sensualidad, desvirtuando profundamente el significado de esa noche de pureza insuperable!
(...) En realidad, sin embargo, la neo-Navidad laica tiene todavía otro aspecto. El huracán del turismo arranca a incontables familias del hogar, el cual debe ser, con la parroquia, el cuadro específico de la noche de Navidad. Y las dispersa a través de los hoteles, de la playa o del campo, en medio de un bullicio mundano en el cual no consiguen penetrar las voces angélicas que cantan el “Gloria in excelsis Deo”.
Pero la laicización no para por ahí. Ella persigue a la Navidad hasta en los ecos augustos con que ella se prolonga en las fiestas que la siguen. Año Nuevo, Fiesta de Reyes…
La fiesta del Año Nuevo es, en términos religiosos, la fiesta de la Circuncisión, que recuerda a Nuestro Señor Jesucristo, el cual, movido por el amor al género humano, derrama ya en su primera infancia gotas de su sangre infinitamente preciosa, en favor de los hombres. Y así hace ya pensar en el Sacrificio augusto que los redimirá del pecado, los arrancará de la muerte eterna, y les abrirá el camino hacia el Cielo.
Pues a esta fiesta religiosa del Dios Niño se sobrepone la conmemoración insalubre de una laicísima confraternización universal de los pueblos. Confraternización irremediablemente vacía, como todo cuanto es laico, y de la cual parecen dar carcajadas cínicamente las cortinas de hierro y de bambú que dividen los pueblos, el terrorismo que los aterroriza, el riesgo de la destrucción atómica que pesa sobre ellos como una nube plúmbea, y la zarabanda cada vez más cargada de antagonismos y odios, de las ideas y de los intereses incompatibles e inconciliables.
En una palabra, cuando el sol se pone, los animales dañinos salen de sus cuevas y pasean por la selva. El laicismo presenta a Jesucristo a los ojos del mundo como un sol al final del ocaso. ¿Qué espanto hay en que se multiplique y se difunda todo cuanto es dañino en los antros de los corazones descristianizados, de las ciudades enloquecidas y de las soledades en que el vicio y el crimen se esconden, para, a su gusto, multiplicar el mal por el mal?
Pero – dirá alguien –, ¿por qué recordar todo eso en este tiempo de alegría? ¿Por qué ese lamento, en el momento en que los hombres están ávidos de reír y de festejar?
Para protestar. Y si esta protesta suena como un lamento a algún oído amortecido por la cacofonía moderna, el defecto no es de la protesta. El defecto es de quien no sabe sentir en ella sino lo que ella no es: un lamento.
Pues el lamento es pusilánime, suena a derrota y a capitulación. Mientras que la protesta que, inspirada en el amor a Cristo, Rey vencedor, y a María, “ut castrorum acies ordinata”1, se yergue con intrepidez en medio de la incomprensión, esa protesta es un clamor de reparación, una proclamación de inconformidad, y, más que eso, un prenuncio de victoria.
1) “Como un ejército en orden de batalla” (Cant 6, 4).
(Revista Dr. Plinio, No. 10, enero de 1999, pp. 12-13, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Artículo publicado en la Folha de São Paulo del 1/1/1979 bajo el título original: En el "crepúsculo" del Sol de Justicia).
Last Updated on Thursday, 24 October 2019 16:34