Presencia regia y victoriosa del Divino Infante

¡Cómo el mundo actual es semejante a aquel en el cual vivieron los hombres en las vísperas de Navidad! Todo parecía derrumbarse, sin embargo, almas esparcidas por la Tierra esperaban una restauración. ¿No vendrá para nosotros, también, un acontecimiento que nos liberte de todo el horror dentro del cual estamos?

 

 

Plinio Corrêa de Oliveira

¡Un Niño está por nacer en Belén! ¿Qué decir de ese acontecimiento?

Cuando el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros, ¿cuál era la situación de la humanidad? Con certeza, bastante parecida con la de nuestros días.

En un mundo pagano, algunas almas esperaban la restauración

A pesar del pecado de Adán y Eva, había una como inocencia patriarcal de las primeras eras de la humanidad, que fue dejando vestigios cada vez más raros a lo largo de la Historia. Y una u otra persona de aquí, allá o más allá, aún reflejaba esa rectitud primitiva. Hombres esparcidos que no se conocían, pues no tenían contacto entre sí, y, en consecuencia, no formaban un todo, pero saudosos y pensando con nostalgia en un pasado tan lejano, que tal vez ni siquiera tuviesen de él un conocimiento umbrático; veían el estado de la humanidad de su tiempo representando una decadencia terrible, confirmada por lo que había de poderoso y lleno de vitalidad: el Imperio Romano.

Él era lo más quintaesenciado, el último y más alto producto del progreso. Sin embargo, no duró mucho tiempo, pues cayó por causa de su depravación. Así, le cupo el fin sin gloria de ser calcado a los pies por los bárbaros, aquellos a quienes los propios romanos despreciaban y consideraban hechos para ser sus esclavos. Esos habrían de hacerse cargo de ellos.

Ese poderoso Imperio había dominado un mundo en descomposición. Y si tuvo tanta facilidad para dominarlo, en gran parte fue porque aún era un poco sano. Devorando el mundo, el Imperio engulló la descomposición; y deglutiendo la conquista, esta mató al conquistador. Todos los vicios de Oriente se escurrieron como torrentes en Roma y se la tomaron. Así, transformada en una cloaca, en una sentina, a su vez, esparcía por toda parte – multiplicada y aumentada – aquella corrupción.

Sin embargo, algunas almas oprimidas por esa situación sentían que algo estaba por suceder y comprendían que, o el mundo se acabaría, o la Providencia de Dios intervendría. Esas almas tenían su desventura y su angustia llevadas al máximo en la víspera del día de Navidad. Se vivía el fin de una era en sus estertores, pero en la apariencia de la paz, y nadie tenía una idea de cuál podría ser la salida.

He aquí que, en aquella víspera de Navidad, tan terriblemente opresiva para todos, en Belén, en una gruta, había un matrimonio que poseía una castidad sin mancha, y la Virgen Esposa, no obstante, sería Madre. ¡Y en esa gruta, en determinado momento, mientras se rezaba en un profundo recogimiento, el Niño Jesús estaba en la Tierra!

Auténtica adoración

Los pastores, que recordaban la rectitud antigua, viendo aparecer a los ángeles cantando y anunciándoles la primera noticia: “¡Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!”, se encantaron y se dirigieron al pesebre, llevando sus regalitos al Niño Jesús. Fue el primer magnífico acto de adoración, el cual bien podríamos llamar de “acto de adoración de la tradición”.

Ellos representaban la tradición de la rectitud pastoril, de aquellas condiciones de vida puras, perdidas en medio de un mundo depravado y cuidando pequeños animales. Pastores que, llevando una vida recatada al margen de la podredumbre de aquella civilización, les fue anunciado en primer lugar el gran hecho: “Puer natus est nobis, et filius datus est nobis” (Is 9, 5) – “¡Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado!”

Poco después, en el otro extremo de la escala social, venía también una caravana, era otra maravilla. Una estrella peregrina en el horizonte… y, desde el fondo de los misterios pútridos de Oriente, hombres sabios, magos, ciñendo la corona real, se desplazan desde sus respectivos reinos.

Imaginemos que, en determinado momento, esos grandes monarcas se encontraron y se veneraron recíprocamente. Sin duda alguna, cada uno le contó a los otros de dónde venía, y los tres se encantaron al ver que los unía la misma convicción, la misma esperanza y el llamado para recorrer el mismo itinerario. Por fin, llegaron juntos a la gruta llevando los tres puntos culminantes de sus respectivos países: oro, incienso y mirra, y le rindieron otra adoración al Niño Jesús. Ahí ya no era la tradición de los humildes, sino la de los más elevados.

La tradición tiene eso de interesante: de tal manera ella es hecha para todos, que posee un modo propio de residir en todas las camadas sociales. En la burguesía, ella se manifiesta simplemente en la estabilidad. En la nobleza, por la continuidad en la gloria; mientras en el pueblo menudo, por la continuidad en la inocencia. Ahora bien, esos reyes, ápices de la nobleza de sus respectivos países, traían junto con la dignidad real, otra elevada honra: la de ser magos. Eran hombres sabios, habían estudiado con espíritu de sabiduría, pues en el momento en que ellos recibieron la orden: “Id a Belén, y allí se realizarán vuestras esperanzas”, sus espíritus se encontraban preparados por todo lo que conocían y habían estudiado del pasado.

Enseguida irrumpe la persecución

De inmediato, se desencadenó la persecución. A mi modo de ver, no sería razonable, en estas circunstancias, meditar en la Navidad sin que tomemos en consideración la matanza de los inocentes; esa tragedia que acompaña tan de cerca la paz celestial, la serenidad magnífica y toda llena de sobrenatural, del “Stille Nacht, Heilege Nacht”. Esa cruel matanza tiñó de sangre la tierra que más tarde se volvería sagrada, porque aquel Niño allí vertería su Sangre Sacrosanta. Apenas Él se manifestó, la espada asesina de los poderosos se movió contra Él. En el momento en que esas maravillas se afirman, el odio de los malos se levanta contra ellas como una ralea.

Con frecuencia, la matanza de los inocentes es considerada de un modo humanitario. No hay duda de que esa ponderación tiene algún cabimiento, pues ellos eran inocentes y fueron muertos; niños cobardemente asesinados. Sin embargo, esa apreciación justa y de compasión empaña, en el espíritu moderno y naturalista, la consideración más importante: aquella masacre era el prenuncio del deicidio, pues habiendo recibido la información de que allí nacería el Mesías, ¡el rey de los judíos tuvo la intención de matarlo, y para eso mandó a asesinar a todos los niños!

Aunque no tuviesen plena consciencia de que fuese el Hombre Dios, de un modo o de otro la intención era alcanzarlo, sino a Dios, por lo menos a su enviado. De ahí otra serie de hechos, y la Historia Sagrada se desenvuelve delante de nosotros.

Ayer y hoy el mundo agoniza

¡Cómo nuestra vida se parece a la de los hombres que vivieron en la víspera del “¡Puer natus est nobis, et filius datus est nobis!”. El mundo de hoy agoniza como agonizaba el de las vísperas del nacimiento de Nuestro Señor. Todo es desconcertante, locura y delirio. Todos procuraron aquello que cada vez más huye de ellos, como el bienestar, la vida cómoda, el gozo infame, las treinta monedas con las cuales cada uno vende al Divino Maestro, que implora la defensa y el entusiasmo de aquellos a quien Él redimió.

Es muy probable que en estas condiciones haya algún hombre, por la vastedad de la Tierra, que gima al presenciar delante de sí el mundo cayéndose a pedazos; es el descalabro de la Cristiandad o, hélas1, la terrible crisis en la Santa Iglesia inmortal, fundada y asistida por Nuestro Señor Jesucristo, de tal manera en declive que, si supiésemos que ella era mortal, seríamos llevados a decir que está muerta.

Yo me pregunto: ¿no nos llegará un acontecimiento enorme, tal vez de los más grandes de la Historia – aunque infinitamente pequeño en comparación con la Navidad –, que nos liberte también de todo el horror dentro del cual estamos?

¿Qué dar y pedir al Niño Jesús?

Al pie del Pesebre, si Dios quiere, vamos a celebrar la Navidad, y debemos llevar nuestros presentes al Niño Dios como hicieron los Reyes Magos y los pastores. Sin embargo, ¿qué darle? ¡El mejor regalo que Él quiere de nosotros es nuestra propia alma, nuestro corazón! El Divino Infante no desea ningún otro regalo de nuestra parte, a no ser ese.

Alguien dirá: “¡Qué pobre presente, darme a mí mismo a Él!” ¡No es verdad! Si Jesús nos recibe en sus manos divinas, nos transformará en vino como el agua en las bodas de Caná y seremos otros. Digámosle a Él: “¡Señor, modificadnos! Asperges me hyssopo et mundabor: lavabis me, et super nivem dealbabor. ¡Señor, aspergedme con el hisopo y quedaré limpio; lavadme y me volveré más albo que la propia nieve! (Sal 51, 9). Vuestro presente, Señor, es la criatura que os pide: ¡aspergedme, purificadme!”.

Ahora bien, debemos ofrecer ese presente por intercesión de Nuestra Señora, pues, ¿cómo ofrecer algo como nosotros, a no ser por medio de Ella?Y si hacemos todo por su intermedio, ¿por qué no pedir un presente a Nuestro Señor también a través de su Madre? Sin duda, el don fundamental que debemos implorar es el siguiente: “Señor, ¡mudad el mundo! O, si no hay otro medio, ¡abreviad los días cumpliendo las promesas y las amenazas de Fátima! Pero, para perseverar por lo menos los que aún perseveran, Señor, tened pena de ellos, abreviad los días de aflicción y hace venir cuanto antes el Reino de vuestra Madre.”

Cuando estemos cantando el “Stille Nacht, Heilige Nacht”, y las demás canciones sagradas de Navidad, debemos tener bien presente lo siguiente: todo es muy bonito y muy bueno al recordar el hecho que sucedió hace dos mil años, sobre todo porque tenemos la convicción de que Nuestro Señor continua presente en su Santa Iglesia y en la Sagrada Eucaristía, y su Madre nos auxilia desde el Cielo.

En la Tierra, sin embargo, ¡es necesario pedir una presencia regia y victoriosa del Divino Infante! Inclusive, podemos dar a ese pedido otra formulación: “Ut inimicos Santæ Matris Ecclesiæ humiliare digneris, te rogamos, audi nos!”. “Señor recién nacido, que reposáis en los brazos de vuestra Madre como en el más esplendoroso trono que jamás hubo ni habrá para un rey en la Tierra, nosotros os suplicamos: ¡dignaos humillar, rebajar, castigar, quitar la influencia, el prestigio, la cantidad y la capacidad de hacer mal, a los enemigos de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, comenzando por los más terribles; y estos no son los externos, sino los internos!” En suma, pidamos la forma más refinada de victoria de Nuestro Señor: ¡el aplastamiento de sus adversarios y la victoria de su Madre Santísima!

Recuerdos de las noches de Navidad

Los recuerdos de las Navidades de la infancia fijados en mi memoria se fundieron en una sola Navidad. Todos se repitieron con mucho encanto y agrado para mí, sin que me dejasen de parecer siempre nuevos. Yo podría intentar describir las impresiones sucesivas de cómo se conmemoraba la Navidad en la iglesia y en casa.

La Navidad en la iglesia se celebraba con una Misa, pero no era la de Gallo. En ella se adoraba a Nuestro Señor, en cuanto recién nacido en Belén, y enseguida se hacía una consideración del Pesebre. Por último, el sacerdote pronunciaba la bendición.

Yo tenía una dupla impresión de la Navidad. Por un lado, llegaba delante del Pesebre y me conmovía mucho, me emocionaba, pues me parecía que de él, de hecho, emanaba paz y tranquilidad. Viendo al Niño acostado con los brazos abiertos, tenía la sensación de que estaban abiertos para mí y para todos los que lo venerasen. Brazos acogedores, afables, llenos de simpatía y perdón.

Así, yo me tomaba con aquella alegría de la Navidad, toda intensa y sobrenatural, pero, al mismo tiempo, cargada de tristeza. ¿Por qué? Vean, por ejemplo, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que se encuentra en una de las capillas laterales de la iglesia dedicada a Él en la ciudad de São Paulo. Esa imagen es muy bondadosa y se ve a Nuestro Señor inmerso en la felicidad celestial, pero Él apunta hacia su Corazón en un gesto de tristeza, como que repitiendo las palabras dichas a Santa Margarita María Alacoque: “He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado.” Por eso, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene esa nota reparadora, en que nosotros debemos atenuar el sufrimiento de Él por los pecados de los hombres.

Entonces, esa serenidad del dolor, misteriosamente unida a la alegría de navidad, tenía para mí un sabor especial, que no sabía explicar, pero me parecía que la alegría perdería mucho su razón de ser si el dolor no estuviese allí presente. Era, de hecho, el júbilo de navidad, pero en una forma determinada que la Navidad no presenta de inmediato, o sea, la alegría de la resignación para lo vendría en el futuro, aceptándolo con bondad y con abertura de alma para el dolor.

Así como el Divino Redentor sufrió, todos los hombres sufrirán. Entonces, aquel niño que estaba festejando la Navidad también sufriría. Pero, cuando llegase la hora del dolor, él ya debería haber conquistado cierta serenidad tranquila, augusta, llena de paz, que haría con que, dentro del propio dolor, él tuviese alegría.

Ese era el mensaje de Navidad que se hacía tan claro, en su sentido religioso, en la Misa del día celebrada en la Iglesia. En la víspera de Navidad no tenía esa misma intensidad. El sentido religioso era claro, pero la fiesta era hecha en un ambiente temporal. En la familia, célula de la sociedad, se vive el placer lícito de las cosas temporales inocentes, de la buena diversión, de los niños contentos por los dones recibidos de Dios; infantes que aún no comenzaron la batalla contra el pecado y se alegran por estar vivos y existir en el mundo.

Es la alegría que tendría una mariposa o un pajarito, si pudiesen pensar, sintiendo su propio vuelo de fruta en fruta o de flor en flor, bajo el sol. Alegría muy buena, sin duda, que hace sentir al alma todos los placeres de la virtud, porque el verdadero placer no proviene del pecado. Así, cuando viniere la tentación gruñendo, refunfuñando y agitando el cascabel, el alma humana comprenderá que aquello es una mentira del demonio, pues lo que parece placer es tristeza.

He aquí algunos recuerdos de la noche de Navidad.

1) En francés: lamentablemente.


(Revista Dr. Plinio, No. 185, diciembre de 2021, pp. 8-11, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 23/12/1983).

Last Updated on Thursday, 16 December 2021 19:19