Respondiendo a una pregunta sobre la formación del Reino de María y las cualidades de alma necesarias para hacer parte de él, el Dr. Plinio presenta algunas reflexiones con respecto a la complementariedad existente entre paternidad y primogenitura, su papel en la constitución de las eras históricas, y las relaciones entre seriedad, encanto y grandeza.
Plinio Corrêa de Oliveira
Cuando me llegue la ocasión de leer a Cornelio1, espero encontrar en su obra el comentario a dos vocablos que se complementan: paternidad y primogenitura.
Hasta la Revolución Francesa aún se encontraban restos de patriarcado
¿Qué hay en la paternidad para que la primogenitura, que es apenas la primera flor de la paternidad, tenga tal valor que, por ejemplo, cuando Dios castigó a los egipcios con las diez plagas, la última y la más grande de ellas fue la muerte de todos los primogénitos, inclusive de los animales?2 Desde el ángulo en que estoy considerando, casi me impresiona más la muerte de los primogénitos de los animales que de los hombres.
Los antiguos tenían el sentido de familia muy bien constituido y desarrollado patriarcalmente, es decir, con algunas tradiciones y cualidades peculiares del período del patriarcado. Y las aguas del patriarcado fluyeron lejos dentro del lecho del río de la Historia. Hasta la Revolución Francesa la generalización de ella en mundo, encontramos restos de patriarcado en esta o aquella institución.
Se comprende, por lo tanto, que sea particularmente duro para el patriarca perder aquel que es su primogénito. Es algo como fulminando todo el resto que vino, porque quiebra el eslabón natural entre el patriarca y el resto de su progenie. Por esa causa, la muerte del primogénito causa un dolor al patriarca, al jefe de familia patriarcal, especialmente.
En nuestros días, el sentido de primogenitura parece muy apagado, casi reducido a cero. Pero para Dios, no. Porque el refinamiento del castigo no consistió en matar a un hijo cualquiera, sino al primogénito. Y para comprender la unión del castigo con la primogenitura, es decir, lo que vale el primogénito no como persona, sino en cuanto primogénito, viene entonces el castigo hasta sobre los primogénitos de los animales.
Misterios de la paternidad
Necesitaría ver en Cornelio, pero parece que esto da a entender lo siguiente: que una estirpe animal, con la muerte de sus primogénitos, queda degradada y hay uno don de perpetuación en el primogénito que los otros no tienen; por donde el primogénito del primogénito del primogénito posee una representatividad de toda la estirpe, que los otros no tienen. Para que eso alcance así a los animales, tiene algún soporte en la propia biología. Es misterioso, pero me parece enormemente sensato y explicable que sea así.
Esas consideraciones nos introducen en el conocimiento de los misterios de la paternidad, en lo que ella tiene de biológico. Es una cosa tan amplia, que Dios quiso que hubiese hombre y mujer, para que esa idea de la autoría – un ser que engendra a otro – se expresase por la severidad y grandeza del hombre y por la dulzura de la mujer, a fin de dar un complemento, como si un ser humano solo no fuese suficiente para abarcar en sí toda la causalidad de otro ser, tan grande es la paternidad, tan grande esa la causalidad, tantos misterios hay dentro de eso.
Entonces se comprende el papel de la paternidad. Estoy hablando aquí de la paternidad en el sentido literal de la palabra, pero también de otra forma de paternidad, que es la constitución de las familias de almas.
Familias de almas
Generalmente los reinos, las naciones, viven teniendo como andamiaje a las familias de almas. Y cuando las familias de almas de ese reino decaen, el reino decae irremediablemente.
Esas familias de almas, en general, son fundadas por un individuo, según el cual las otras almas son suscitadas; él es una especie de molde, conforme al cual Dios modela todas las otras vocaciones.
En general, vemos en la Historia que, en la raíz de toda gran época de las naciones católicas, existen algunas grandes almas que suscitan o resucitan una gran familia religiosa, y después, como una especie de exhalación perfumada de eso, nacen los grandes líderes temporales para servir a la Iglesia.
Entonces, por ejemplo, Santa Teresa, San Ignacio, San Francisco de Borja, San Francisco Javier, San Juan de la Cruz, etc. Se puede imaginar un tejido de almas, un conjunto de focos luminosos de cuyo encuentro nace un Felipe II que, para España, fue un patriarca menor que el propio mito, pero hizo una gran cosa: dejar un mito en el cual la posteridad creyó, de manera que el bien que él no realizó, el mito lo hizo después de él.
Entonces me pregunto: “Con el Grand Retour3 para nosotros aquí en la Tierra, ¿qué habrá en el Reino de María? ¿Con qué gracias especiales, con qué brillos especiales el Divino Espíritu Santo se hará sentir, cuando llegue la hora en que Él insufle la gracia decisiva del Reino de María?” Eso nos debe modelar.
Todos nosotros conocemos el fenómeno de heliotropismo: la tendencia de las plantas a volverse hacia el sol. El “sol”, en este caso, es el Divino Espíritu Santo. Y es necesario que Él nos encuentre ávidos de Él. De tal manera que el Espíritu Santo manifestándose, nosotros nos volvamos hacia Él y nos abramos inmediatamente.
Noción de seriedad
Para eso contribuiría pasar a analizar ahora otra noción: la de seriedad.
En su primer aspecto, en su definición más elemental, la seriedad es la disposición de alma por la cual se quiere ver la realidad absolutamente como ella es, sacando todas las consecuencias que lógicamente se deben sacar.
La seriedad comporta dos elementos: la observación enteramente objetiva del objeto visto, y la legítima extracción de conocimientos dentro de aquello que fue visto.
Entonces, la seriedad es la perfección en la objetividad y la plena fecundidad en el suscitar consecuencias, la plena abundancia de conclusiones, tanto cuanto a aquella alma fue dado tener. Es serio quien ve todo como debe ser visto y concluye hasta donde puede concluir.
El hombre que tiene apetencia de seriedad no hace, por lo tanto, del ver o del juzgar, algo para deleitarse a sí mismo. Él quiere ver la verdad aunque no lo deleite, quiere juzgar aunque no le sea grato juzgar de aquel modo. Él quiere juzgar con justicia.
Por lo tanto, él está en una actitud de combate habitual contra sí mismo. Porque todos nosotros tenemos una tendencia a la falta de seriedad, es decir, a ver las cosas como no son y a juzgarlas como nos conviene. Así, como, por ejemplo, ningún hombre escapa a la tentación contra la pureza, ningún hombre escaba de la tentación contra la seriedad.
La seriedad plena tiene en vista constantemente las cumbres
Pero la seriedad tiene más.
Aquello que el hombre serio ve, no basta que lo vea en una superficie plana. Por ejemplo, un individuo que fuese a volar muy alto y tomase una foto a un sistema montañoso bien de arriba. Aquellas montañas parecerían medio achatadas en la fotografía, y quien la viese no tendría la impresión de ver toda la altura de las montañas, porque el punto de vista de donde fueron tomadas las fotos fue muy alto.
El hombre no puede tener una visión achatada de la realidad, porque la realidad no es achatada. La realidad es jerárquica, toda hecha, por lo tanto, de ascensiones, de serranías. La realidad es una inmensa serranía, y es necesario verla así, saber situarse en el lugar que dentro de ella nos compete, y no donde nuestra fantasía querría colocarnos.
¡Es tan fácil pecar contra ese deber! El hombre tiene una tendencia casi continua para faltar contra esa obligación, casi como la tendencia para respirar.
Y la seriedad plena, porque es altamente jerárquica, tiene en vista las cumbres, aquello que constituya un pináculo en todo.
Por ejemplo, si un hombre serio considera una piedra como el agua marina, se regala con lo luminoso de ella, haciendo una comparación, más o menos subconsciente, con piedras que él vio. Hay, por lo tanto, una comparación con las otras cosas ya consideradas por él. Y en el fondo de su mente, tal vez sin que él se dé cuenta, hay una especie de deseo de la piedra ideal que no existe en la Tierra, de una piedra del Paraíso Terrestre, del Cielo Empíreo, que puede regalar plenamente al ser humano en su inteligencia, en su voluntad, en sus sentidos.
Deseo continuo de perfección
El hombre serio se vuelve continuamente hacia esas matrices primeras, tratando de explicitarlas. Y cuando analizamos su vida, notamos que ha sido una larga peregrinación en busca de la perfección de todas las cosas.
Pero él no tarda en percibir que nada es perfecto, a no ser Aquel que es la Perfección, y su deseo de perfección, en último análisis, se vuelve hacia Dios. Y sin Dios Nuestro Señor todo se pulveriza, pierde su sentido, solo Él es absoluto. Sin el Absoluto, todo se hunde en lo relativo, en la nada.
La persona seria comprende que ese deseo suyo continuo de perfección, que es, por así decir, el latir de corazón de su seriedad, el alma de su intransigencia, el impulso de su combatividad, la fuente inspiradora de su cariño, de su afecto, es el amor de Dios, pues solo Dios es perfecto. Eso debe animar continuamente al hombre serio.
Encanto deslumbrante
Por lo expuesto hasta aquí, vemos cómo el concepto de charme4 y de grandeza se instalan con naturalidad en ese panorama.
Según un concepto corriente de charme, este se opone a la seriedad, pues es aplicado a seres que, en general, nos hacen sonreír. Son más simples, graciosos y tienen una forma pequeña de perfección, que despierta un poco de compasión, de ternura, de voluntad de proteger y, de otro lado, embebece.
Tomando la palabra charme en ese sentido, ¿Dios es charmant5?
El charme es una cualidad. Luego, en Dios debe haber charme, pero no con esa connotación que sugiere limitación.
¿Cómo podemos imaginar que el Creador haga sonreír? Dios desea incluso que el hombre sonría. Cuando creó, por ejemplo, el colibrí, las miosotis, Él quiso que el hombre sonriese. Deseó así mostrar algo que es una forma de perfección charmante, que en Él existe de un modo grandioso, majestuoso, produciendo de un modo deslumbrante aquel efecto. Lo que podríamos llamar, sin violentar la palabra, de charme deslumbrante, que sale de la categoría de lo pequeño y vuela hacia una alta categoría.
Un charme deslumbrante sería el charme por excelencia, del cual esos pequeños charmes de la tierra son apenas pequeños reflejos.
Dios es infinito. Por lo tanto, algo a la manera de aquello que, en las criaturas, llamamos charme, en Él existe infinitamente.
El Niño Jesús: charme y grandeza
El Altísimo es eterno, nunca muda. Pero, como somos seres limitados, nos gustan ciertas mudanzas, Dios nos va haciendo ver aspectos sucesivamente diversos de Él, que mudan para nosotros, no en Él. Como Él es infinito, podemos pasar millones y millones de años sin nunca agotar esos aspectos diversos. Y, en la sucesión de esos varios “cuadros”, varios “paneles” de Dios – todo lenguaje se vuelve vacilante para hablar de una cosa tan alta –, puede haber mudanzas que le expliquen al hombre lo que él siente cuando ve, por ejemplo, lo irisado de una mariposa, la agilidad o el colorido de las alas de un colibrí.
Y todo cuanto en la naturaleza es irisado, opalescente, nacarado, ¿no será algo que dice respecto a la sucesión con que en Dios se van manifestando los charmes grandiosos y las grandezas que, de algún modo, son charmantes? ¿No será esa bóveda entre el charme y la grandeza lo que constituirá un encanto en el Cielo? Se puede pensar en eso.
Si eso es así, tiene que ser muy sobresaliente en Nuestra Señora, más que en toda la Creación reunida. Podemos comprender, por ahí, cómo será nuestra contemplación de la Madre de Dios en el Cielo.
¿María Santísima tuvo alguna cosa así en la Tierra? Tuvo. Ella reunió de un modo terreno el charme y la grandeza cuando contempló al Niño Jesús. Porque allí realmente es lo pequeño, con todo el encanto de la fragilidad, pero con la majestad de Dios.
¿Cómo habrá sido realmente el Niño Jesús? ¿Quién es capaz de excogitar eso? Niño Jesús delante del cual los reyes magos se aproximaron reverentes, trayendo lo mejor que tenían, y que, sin embargo, era un niñito que se amamantaba de la leche purísima de Nuestra Señora, que dependía de Ella hasta para espantar un mosquito…
Podemos imaginar a María Santísima mirando al Niño Jesús y, por ejemplo, viendo que la naturaleza humana de Él quería ser mimada, mimando al Niño Jesús y pensando: “¡Dios quiere ser mimado por mí!”.
¡Es de no saber qué decir!
Son temas sobre los cuales me gustaría profundizar antes de morir, para presentarme delante de Dios con eso estudiado, y con mi espíritu formado para eso y por eso.
1) Jesuita y exégeta flamenco (*1567 - †1637).
2) Ex 11.
3) Del francés: Gran retorno. En el inicio de la década de 1940, hubo en Francia un incremento extraordinario del espíritu religioso, con motivo de las peregrinaciones de cuatro imágenes de Nuestra Señora de Boulogne. Tal movimiento espiritual fue denominado de “grand retour”, para indicar el inmenso retorno de ese país a su fervor antiguo y auténtico, entonces disminuido. Al tomar conocimiento de esos hechos, el Dr. Plinio comenzó a emplear la expresión “Grand Retour” en el sentido no solo de “Gran Retorno”, sino de un torrente avasallador de gracias que, a través de la Santísima Virgen, Dios concederá al mundo para la implantación del Reino de María.
4) Del francés: encanto.
5) Del francés: encantador.
(Revista Dr. Plinio, No. 201, diciembre de 2014, pp. 12-17, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 13/8/1983).
Last Updated on Thursday, 24 March 2022 19:19